5 de diciembre de 2009

Absolutismo

No recuerdo la edad. Ni el grado escolar. Pero cuando era niño, muchacho, qué sé yo, estudié Historia Antigua e Historia Contemporánea. Recuerdo los libros. De tapa dura. Durísima. Me gusta la Historia. Dicen que siempre la cuentan los vencedores pero no me importa siempre que sea atractiva, como muchos pasajes de la Biblia. Cuando era niño, casi muchacho, me leí la Biblia. También me leí el Popol Vuh. Igual me leí El Capital. Pero en los libros de historia siempre hubo un término que, posiblemente, desapareció de los folletos escolares: el absolutismo, esto es, el mandato absoluto de un rey. O sea, la obediencia a un rey por ley divina, entiéndase, por ley de Dios. Si es Dios quien manda no hay problema. Al menos es algo o alguien a quien no conocemos ni vemos por la televisión. No lanza extensos discursos ni se autoproclama como Dios. La existencia de Dios es consecuencia del vacío de otros que en otra época necesitaban creer en algo, aferrarse a algo. Lo interesante es que todavía multitudes creen en Dios. Y más interesante es que, todavía, multitudes aplaudan la existencia de un Papa o de los reyes.

Los reyes son reyes toda la vida, por generaciones de generaciones. Por alguna razón azarosa que presupone descubrimientos y quién encontró a quién, Canadá tiene una reina. Nunca viene, pero de vez en cuando se aparecen los de su prole a visitar. Siempre hay protestas, porque nadie entiende que Canadá tenga reyes. Eso es cosa del pasado. De igual forma que existe la palabra absolutismo existe la palabra democracia. Democracia quiere decir que el pueblo tiene la capacidad y la posibilidad de decidir su destino, de votar por esa persona que gobernará mal o bien a la nación. Y Canadá nunca tuvo reyes. Hubo caciques, o jefes indios, y era y sigue siendo un vasto terreno desierto, casi inhabitado. Recientemente han venido a Canadá el príncipe y su esposa. Mirando las protestas me puse a pensar en que realmente no tienen sentido. Ni la reina ni su prole decide nada que tenga que ver con la vida de los canadienses. Su absolutismo es cuestión de razas y descendencias "divinas". Pero ellos, con todo ese andamiaje pomposo, no pueden venir a decirle a los canadienses qué tienen o qué no pueden hacer.

Pienso en mi país. Me pregunto qué palabra le vendría bien a lo que impera allá. No es absolutismo, porque esos que gobiernan no creen en Dios. Hubo un tiempo en que creer en Dios era un crimen en la Isla. No debe ser democracia porque yo nunca voté por ese que gobierna. O esos que gobiernan. Yo voté alguna vez por alguien en mi barrio que luego iría y votaría por otra persona que votaría por otra persona y así hasta llegar a la Asamblea Nacional, donde decidirían quién sería el regente. Pero con seguridad, entre absolutismo y democracia, el primero se acerca más. De todas formas, la existencia de Dios es algo relativamente cuestionable.

26 de octubre de 2009

La historia

En Cuba hay 169 municipios. En cada uno hay un museo. Incluso hay pequeños museos en pequeñas localidades que no son municipios. Se supone que estos museos atesoren la historia de esos lugares. En Colombia, otrora municipio Elia, el pueblo donde nací, hay un museo. En Amancio Rodríguez, otrora municipio Francisco, el pueblo donnde crecí, también hay un museo. No recuerdo mucho el de Colombia. Era muy pequeño cuando me fui de allí y en las lecturas de poesía que hice luego en ese espacio retiraban los objetos del claustro principal por miedo a que los escritores (coleccionistas de cualquier cosa que brille, como los güijes) los robaran. Recuerdo el museo de Amancio. Había objetos que, supuestamente, pertenecieron a los aborígenes de la zona. A los aborígenes de antes, los que usaban taparrabos. Los de ahora también, a veces, tienen que usar taparrabos, pensaría un inocente (y aberrado) lector, como tú. Pero digo a los que fueron colonizados. Los de ahora (pensarás), de alguna forma, también han sido colonizados. Pero me refiero a los que fueron colonizados por los españoles. En Amancio viven, por temporadas, españoles que han colonizado a unas mulatas que se pasean semidesnudas por la calle principal del pueblo. O de la aldea. Creo que sus habitantes son recolectores, o cazadores, o ambos. Creo que, a veces, son caníbales. Pero no hay nada de los aborígenes de este tiempo en los museos. Hay de los aborígenes de antes. Piedras talladas, pedazos de madera que fueron utensilios de caza y pesca, restos de hachas. Para defenderse. Para rebelarse. Los aborígenes de antes se rebelaban, y luego los quemaban. También hay objetos de los mambises, que también se rebelaban. Fusiles, pistolas, machetes, sables, balas, cartucheras. Frases escritas o dichas por ellos contra el yugo colonial, el de antes. En el museo de Amancio, recuerdo, había un pollito de cuatro patas. No entendíamos qué tenía que ver el pollito con la historia nacional, o municipal. Ni el pollito ni sus cuatro patas. Era triste verlo allí, pegado a un pedazo de madera. El pollito estaba triste, quizás porque estaba rodeado de mucha, demasiada historia. Después hubo otros animales, tristes también. Demasiada historia, supongo. Imagino que los niños van al museo de Amancio y miran al pollito de cuatro patas, si existe todavía, y no entienden qué tiene que ver aquello con la historia de la Patria. Un pollito de cuatro patas no es más que un pobre animalito con una deformidad. La historia de la Patria no es más que un pobre animalito.

21 de octubre de 2009

El futuro (luminoso) de la Patria

Desde niño me anunciaron el futuro luminoso de la Patria. Me lo imaginaba, era muy pequeño entonces, con luces titilantes, serpentinas de colores fosforescentes, fuegos artificiales. Más tarde se me antojaba que lo que anunciaban como el futuro luminoso de la Patria sería más o menos un país limpio como esos que se ven en las películas, o este en el que vivo hoy, sin paredes agrietadas, sin calles pedregosas y polvorientas, sin gente con rostros turbados por la desesperanza. Me lo imaginaba verdaderamente radiante, casi una luz cegadora. Pero yo crecía y mis padres iban envejeciendo gradualmente y no llegaba el tan anunciado futuro, y yo estaba casi seguro de que nos iba a sorprender un día para el que estuvimos preparados desde siempre. Esa seguridad se fue convirtiendo en una vaga esperanza y más tarde en la cruel incertidumbre. Siempre hubo personas que no creyeron nunca en un futuro y mucho menos luminoso. Los llamaban incrédulos, hombre de poca fe. Luego esos mismos hombres desaparecieron y ahora habitan en ciudades más o menos luminosas. Hace nueve meses yo salí de Cuba y todavía seguía creyendo, ingenuamente, que un día llegaría el futuro y no iba a ser testigo de eso. Incluso hubo muchos que me lo confirmaron: ya el futuro luminoso de la Patria estaba cerca y yo estaría demasiado lejos. Muchas veces me acusaron de pesimista: a todo le veía el lado oscuro, la parte podrida, y por hombres como yo el país no avanzaba, por hombres como yo el futuro de la Patria tardaba en alumbrarse de una vez por todas. Poco antes de venir a Canadá la Isla fue azotada por uno de los peores ciclones de nuestra huracanada historia, justo cuando se esperaba al menos una chispa de ese añorado porvenir. Escuché decir a muchas personas que Dios nos había abandonado en medio del mar y a otras que ni siquiera la Naturaleza (el dios de los ateos) estaba de nuestro lado. Ya viviendo aquí regresaban los apagones, y eso confirmó, una vez más, mis sospechas. El soñado advenimiento sigue siendo una quimera. La libreta de abastecimientos agoniza y aquellas cosas que se suponía eran bondades (la esencia de todos esos años de resistencia) se vuelven ahora contra el pueblo: es culpa del pueblo haberse acostumbrado a esas gratuidades, haber estado chupando la teta bondadosa de la Matria y es culpa del pueblo y sólo del pueblo que ahora Ella esté así, famélica, ojerosa. Yo siempre sospeché que el futuro de la Patria nunca llegaría, pero como la inocencia no es un pecado capital, siempre guardaba la inocente esperanza de que, de pronto, se abrirían los cielos y los mares y se haría la luz sobre la Isla. Ah, el futuro… Todavía cierro los ojos y casi puedo olerlo, palparlo, saborearlo.

19 de septiembre de 2009

La nostalgia

Hay un insecto en Cuba, muy pequeño, que en los campos de Oriente llaman chichí. Pica tan fuerte que llegas a perder la sensación del dolor y pareciera que te han anestesiado esa parte el cuerpo porque es un dolor muy profundo. Tiene otra característica interesante y es que cuando lo aplastas despide un hedor insoportable. Ni siquiera sé si es un mecanismo de defensa que usa cuando se siente amenazado o si sencillamente lo tiene para molestar, para joder después de ser aplastado. Ese bichito me recuerda un poco la nostalgia, no hay nada más parecido a la nostalgia, esa sensación rara e imperceptible que se posa en nuestra piel, que muerde y deja un dolor bien profundo, duradero y, además, apesta.

1 de mayo de 2009

El samizdat (tropical)

Bajar por la calle Obispo era mi deporte favorito. De hecho, si alguien que me conoce lee esto dirá que era, prácticamente, el único deporte que practicaba. Y era una suerte de rito obligatorio que me exigía el hecho de trabajar, durante tantos años, en el Instituto Cubano del Libro que está ubicado en el Palacio del Segundo Cabo. Ahora pienso que después de trabajar durante seis años en ese espacio mágico (el Palacio digo), lo mejor que pude hacer fue abandonarlo, porque según vienen anunciado desde siempre, le otorgarán al Instituto otra sede en Obispo y Aguiar, una especie de búnker donde tristemente presencié, sólo unas semanas antes de venir para Canadá, cómo sacaban el cuerpo de un hombre que había muerto durante la noche. Malos presagios para la literatura cubana que tendrá su sede en ese espacio para que mí es, desde esa mañana, siniestro. Todavía el Palacio del Segundo Cabo tiene algo de magia que te atrae, que te hace llegar hasta allí al menos para sentarte en el patio y admirar la impresionante arquitectura colonial. Hermoso edificio que se está derrumbando poco a poco pero tiene todavía ese encanto y esa magia innegables.

Yo siempre bajaba por Obispo y me detenía en las galerías de mis amigos, donde sostenía tertulias entrañables con Álvaro Almaguer, Silvio (no Rodríguez), Julia Valdés, Ronaldo Encarnación. Desde allí, podía observar las peripecias de los cubanos para sobrevivir. Desde allí trataba de desentrañar la dinámica que se establece entre toda suerte de personajes que pululan calle arriba y calle abajo. En medio de ese sepia predominante en La Habana, el colorido era sorprendente: prostitutas, policías, artistas, profesionales, escolares, vendedores ambulantes (los que pregonan y los que susurran), perros (sarnosos y algunos de pedigrí), locos y limosneros (sarnosos y de pedigrí). Todo lo que veía en la calle Obispo, que era un hormigue(r)o constante, me llamaba la atención y, casi un voyeur,  lo observaba todo, con cautela, porque igual podían confundirme con un agente encubierto y ninguna explicación de posibles temas literarios me salvaba de un problema con la mafia marginal de La Habana Vieja. Y una de las cosas que más me llamaba la atención de esa vetusta arteria (me gusta eso de arteria porque por una arteria circula sangre, como en la calle Obispo) es la forma en que se mueve la información de una punta a la otra. Desde que empiezas a bajar frente al Floridita y te vas adentrando en eso que pretende ser un bulevar te puedes enterar de los últimos acontecimientos que conciernen a los cubanos de a pie: el último artista o pelotero que desertó, qué televisora o equipo lo contrató, cuánto le pagan, y eso bien lo puedes escuchar o puedes ver cómo de puerta en puerta se pasan correos electrónicos y páginas de internet impresas, discos compactos o memorias flash.

En Cuba es muy común el tráfico de películas, series y telenovelas. Quien no tiene una “antena” o una conexión de antena (por el módico valor de 10 CUC al mes), tiene un aparato reproductor de DVD y una persona que le suministra (por el módico valor de 5 pesos cubanos) toda clase de materiales que pueden ir desde series como CSI, Dexter, Los Tudor, o una telenovela donde trabaja César Évora, o un compendio de los noticieros de Univisión, o el último juego de los Medias Blancas de Chicago donde Alexey Ramírez hizo un Grand Slam o la pelea en la que Yuriorkis Gamboa se alzó con su primer título mundial profesional, y hasta un programa en el que un ex agente de la seguridad revela secretos del mismísimo Comandante en Jefe. Ese personaje que suministra esos materiales va por la calle con su mochilita al hombro, casi un ciudadano común, y entra a la casa como si fuera un familiar o un amigo cercano y anuncia los highlights. Sé de algunos que hasta usan plumas de tinta invisible para cuando los atrapen no les encuentren pruebas.

En la calle Obispo, yo veía que la gente, de una puerta a la otra, se hacía señas furtivas y se pasaba estos materiales. En esa calle vi incluso a la gente intercambiar libros de autores que no se publican en Cuba: Cabrera Infante, Zoe Valdés, Jesús Díaz, Norberto Fuentes, películas y documentales sobre Cuba que no se exhiben en la televisión ni la red de cines. Como a los niños, a los cubanos lo prohibido nos sabe dulce y cualquier cosa que venga con el marbete de lo proscripto genera la inmediata tentación. Tengo un amigo que vivía, antes de salir de Cuba, en un edificio que, apartamento por apartamento, estaba conectado a la antena de uno que vivía a tres o cuatro edificios del suyo. Me contó que a la hora de instalar el cable surgió la duda con los vecinos de un apartamento porque eran “integrados” y no tenían un centavo para pagar la antena, además de que cabía la posibilidad de la delación. Y la solución fue que cada casa pagaría un dólar adicional para sufragar los gastos de conexión de los vecinos “dudosos” y estos la recibieron con felicidad. También escuché la historia de un viejito que se cayó de un tercer piso y falleció tratando que arrancar los cables ante la noticia de que la policía se acercaba a su cuadra para hacer una redada. La televisión cubana, ahora con cinco canales, exhibe la mayoría de las (a veces criticadas por los mismos medios nacionales) series norteamericanas, pero la gente sigue alquilando otras series y otros materiales informativos. Y se siguen imprimiendo correos electrónicos y páginas de internet con temas polémicos sobre la Isla, y se sigue escuchando la música y se siguen viendo los shows televisivos, las películas, las telenovelas, los juegos y las peleas de los que desertaron. Los cubanos tienen sed de información, sobre todo cuando tiene que ver con los suyos.

Cuando todavía la Unión Soviética se erguía como el centro del socialismo internacional, a esta práctica de publicar textos prohibidos y su distribución se le llamó “samizdat”. Una de las novelas publicada por esta vía fue El maestro y Margarita, cuya copia, publicada en Cuba (no sé si por error) por la Editorial Arte y Literatura, tuve el placer de vender en Las Tunas y una copia parecida se anda comerciando en eBay por nada menos que 60 dólares. En aquella época se utilizaba la reproducción mediante papel carbón, aquellas viejas máquinas de esténcil con las que todavía en el Pedagógico se imprimían los exámenes. La política del Estado Soviético para combatir cualquier intento disociador en materia ideológica era el famoso “glasnost”, o sea, la transparencia informativa, que no era más que el control de editoriales, periódicos y revistas por parte del gobierno. Lo mismo que en Cuba. Y esto que sucede en la Isla es una suerte de “samizdat” (por supuesto con el auxilio de novedosas tecnologías) imposible de controlar hasta el momento. Me consta que el gobierno ha tratado de desactivar esas redes clandestinas pero ha resultado imposible; por cada red que desactivan surgen diez más, aunque tengo que aclarar que en muchos casos, casi la mayoría, estas redes están sustentadas más por problemas económicos, como un modo de subsistencia, y no como un mero ejercicio de disidencia. 

22 de marzo de 2009

Los sueños

De vez en cuando tengo sueños retorcidos. Uno de los más escalofriantes fue hace unas semanas. Soñé que en mi pierna izquierda llevaba enredado un majá. El sueño transcurría en Cuba. La cola comenzaba en la parte superior del muslo y la cabeza estaba ya muy cerca del pie. Sentía como que me apretaba, una sensación casi de inmovilidad. Salí a preguntarle a la gente cómo podía quitarme esa cosa de la pierna y, para sorpresa mía, la respuesta que recibía era la misma: “no sé, nunca me he podido quitar el mío”. Cada vez que me bajaba el pantalón y lo miraba, el majá me miraba de vuelta casi amenazante. Entonces desperté. Sentí una alegría inmensa porque la verdad es que el sueño era asfixiante. Bajé y di una vuelta por la casa, todavía pensando en lo que había soñado. Subí y me volví a acostar. Increíblemente retomé el sueño donde lo había dejado. Como si simplemente le hubiera puesto pausa. Alguien me llamó por teléfono para decirme que ya podía quitarme el majá de la pierna. Pero este me seguía mirando y temía que al intentarlo me fuera a morder o me apretara más. Seguí preguntando y recibiendo la misma respuesta. Me volví a despertar, creo que fue a fuerza de desearlo tanto. Bajé y esta vez hice café. Eran casi las seis de la mañana. Tomé café y, seguro de que no me dormiría más, me acosté y me puse a mirar las noticias. Me quedé dormido una vez más y de nuevo retomé el sueño donde lo había dejado. Aquello seguía enredado en mi pierna. Recibí otra llamada. Enviarían a alguien “calificado” (esa es la palabra, puedo recordarla) a remover el majá de mi pierna. Al final llegó esa persona y no sé cómo desenredó el reptil y lo metió en una caja. Sentí un alivio tremendo, aunque al mirar la pierna sentí náuseas. Me había quedado toda la marca y además se veía una gama de colores que iban desde al verde amarillo al morado púrpura. El hombre guardó todas sus cosas y me dijo: lo llamaremos cuando haya que ponérselo de nuevo. Y desperté una vez más.

No quiero ponerme a darle una interpretación coherente a mi sueño. No me interesa. Cuando se lo conté a algunos amigos enseguida trataron de buscar alguna relación con el trauma de haber vivido en Cuba. Pero es que mis sueños de Cuba no son tan metafóricos. Antes de ese sueño había tenido otro en el que yo iba a la Isla y al regresar no me dejaban salir en el aeropuerto. Y hace sólo una semana Yanelys, la mujer de mi amigo Osvaldito, me contó que había soñado que al ir a Cuba la pusieron a trabajar en la agricultura, como en un huerto o algo así y la gente del barrio, especialmente las viejas chismosas (o chivatas como dice ella), la del CDR y toda clase de envidiosos, pasaban por allí a burlarse y reírse de ella. Despertó asustada. Y así, muchos amigos me han contado sueños raros pero esos que tienen que ver con Cuba me llaman la atención, porque es como si, sicológicamente, no importa si estamos a miles de kilómetros de la Isla, ésta nos persiguiera como un fantasma. Yo no sueño todas las noches con Cuba, pero en mis sueños siempre hay gente de Cuba. En los días del Clásico llegué a soñar que Cuba perdía. Cada vez que me acostaba y al día siguiente habría un juego de Cuba, yo soñaba que el equipo perdía o que alguien me decía que el equipo había perdido. Al final perdió, pero de esa derrota podría hablar en otro artículo. Lo que me preocupa es que sigo teniendo sueños retorcidos y, cuando los cuento a mis amigos, ellos me cuentan otros sueños que podrían no ser tan morbosamente metafóricos como el del majá pero siguen siendo retorcidos. Y los sueños que me cuentan tienen que ver con Cuba, con la bendita circunstancia de haber nacido y vivido en Cuba durante tantos años, con el dolor, el sufrimiento, las alegrías, la gente, los olores y hedores, todo eso sale a flote en los sueños de los que vivimos fuera de la Isla. O al menos en los míos. O al menos en los sueños de la gente que me rodea.

4 de marzo de 2009

La traición

"Muchas veces en la vida, me han llamado traidor. La primera fue a los doce años y tres meses, cuando vivía en un barrio a las afueras de Jerusalén. Fue durante las vacaciones de verano, faltaba menos de un año para que el gobierno británico se retirase del país y naciera, en medio de la guerra, el Estado de Israel.

Una mañana vimos en la pared de nuestra casa, debajo de la ventana de la cocina, escritas con unas letras gruesas y negras, unas palabras que decían: ¡Profi, boged sahfel! [Profi, vil traidor].

El término vil despertó en mí una inquietud que hasta hoy, mientras estoy sentado escribiendo esta historia, me sigue interesando: ¿puede haber un traidor que no sea vil? De no ser así ¿por qué se molestaría Chita Reznik (reconocí su letra) en añadir la palabra vil? Así que, entonces, ¿en qué casos la traición no es vil?"

Así comienza la novela Una pantera en el sótano, del escritor judío, Premio Nóbel de Literatura, Amos Oz. En ella el tema principal pretende ser la traición, o al menos la novela trata de girar acerca del tema de la traición, pero en realidad el argumento tiene que ver con la tolerancia. Cuenta la historia de un joven judío de la Israel bajo la ocupación británica que entabla una amistad con un soldado del país invasor. Esta amistad surge luego de que Profi es detenido por el teniente Dunlop después del toque de queda y éste lo entrega a su familia sin mayores repercusiones. Ellos llegan, durante el trayecto, a un acuerdo tácito: el judío le enseñará hebreo al soldado y éste a su vez le enseñará inglés al adolescente. El jovencito pertenece a una suerte de organización de la resistencia con dos de sus mejores amigos de la niñez y, al creer que los traiciona, decide contarles que se está infiltrando en las filas del enemigo. Sus amigos cuestionan esta relación, y él mismo empieza a cuestionarse si no es un traidor.

Leí esta novela con una doble satisfacción. Primero porque está escrita con maestría y a la vez con sencillez, y cada vez que terminaba de leer un capítulo me decía: vaya que sí merece un Nóbel este tipo. Segundo porque estuve todo el tiempo reflexionando acerca de la traición y sus implicaciones en Cuba. O al menos qué se entiende por traición en nuestro país, y llegué a la conclusión, otra vez, de que como siempre, estamos ante un trastorno de conceptos. Preferiría limitarme a cómo se comporta este fenómeno en el mundo intelectual y si pudiera me circunscribiría al de la literatura porque para hablar de traición en Cuba habría que comenzar a analizar el “caso Ochoa”, o incluso más atrás, y ya ahí hay demasiada tela por donde cortar. Voy a contar de lo que veo y de lo que sé y, más allá de la traición, quiero hablar de la intolerancia y la arbitrariedad a la hora de manejar quién traiciona y quién no, porque sí sabemos LO que se traiciona.

“Epur si mouve”, susurró Galileo Galilei frente a la Inquisición después de admitir que la tierra no era redonda. Se había convertido en un hereje. Y qué cosa no es un hereje sino un traidor. Siglos después esta historia se repetiría en nuestra Isla cuando Heberto Padilla tuvo que arrepentirse y autocriticarse por el único delito de haber escrito un libro que, al paso de los años, ha demostrado ser un texto inocente dentro de la poesía cubana en la Revolución. Pero en aquel momento era peligroso que alguien escribiera, dijera, pensara cosas así. Y era más peligroso si además el libro era bien acogido por el jurado de uno de los más prestigiosos concursos del país (UNEAC). Y ya se convertía en asunto de Estado si era premiado y había que publicarlo. Padilla había sido encarcelado por escribir un libro y con eso se les daba un ejemplo a los intelectuales cubanos de cuál sería el destino de la creación artístico-literaria de la nación “naciente”.

En el año 1999, con la idea de esbozar una antología de poesía con el tema del árbol, cosa que deseché antes de llegar a juntar la primera parte, andaba yo hurgando en los anaqueles de la Biblioteca Provincial José Martí, en Las Tunas, y encontré, para sorpresa mía, tres ejemplares de Fuera de juego, el poemario en cuestión. En la página de créditos, un cuño verde-azul: CLAUSURADO. Era la palabra que menos esperaba. CENSURADO hubiera estado mejor porque quién puede clausurar un libro. Los tres ejemplares estaban nuevos, como salidos de imprenta, sólo con ese color amarillento por la humedad y el polvo, pero vírgenes de lectores. Le pedí a un amigo (por supuesto a uno al que no le interesaba la literatura) que los robara por mí. Y los tuve guardados hasta que un día los vendí junto con una edición barata de Cecilia Valdés. Después me arrepentí, pero en aquel entonces el dinero me vino de maravillas y nunca he sido ese que acapara libros.

La primera vez que leí ese libro ni siquiera lo disfruté demasiado pensando más en lo que lo había convertido en objeto de culto. Padilla había traicionado los ideales de la Patria. Y desde entonces me preocupó el tema de la traición. En Las Tunas miraba al Guille (Guillermo Vidal, mi maestro) y no entendía porque lo habían expulsado del Pedagógico, porqué las autoridades culturales y no culturales de la provincia lo miraban de reojo como un ente peligroso. El Guille también era un traidor. A pesar de que nunca se quiso ir de Las Tunas y murió allí fue, a los ojos de la oficialidad, un traidor.

Pero, ¿cómo sabemos que un escritor es un traidor? Por los años setenta, específicamente 1971 cuando se celebró el Congreso de Educación y Cultura, existía la “parametración” mediante la cual las autoridades culturales (y no) establecían qué escritores y artistas pasaban por el filtro en dependencia de la cantidad de impurezas que ostentaba (preferencias sexuales, religiosas, posición política y hasta relaciones con extranjeros o familiares viviendo fuera de la Isla). Por eso el año pasado se alzaron las voces de cientos de escritores y artistas en Cuba y el extranjero cuando aparecieron en la televisión nacional dos de los personajes más siniestros de esa época: Papito Serguera (que acaba de fallecer) y Luis Pavón. Pareciera que los parametrados de la época y aquellos que sienten que pueden ser parametrados en estos tiempos se asustaron cuando vieron renacer en la pantalla a estos dos señores. Después de toda la gritería electrónica, no pasó nada. Sin embargo, las preguntas todavía dan vueltas en el enrarecido aire nacional: ¿existirá todavía un sistema de parametración en Cuba? ¿Quién está limpio de pecados según el credo revolucionario? ¿Cómo sabemos ahora quién es un traidor o quién no lo es?

Y no sé por qué hablo de escritores, cuando en realidad debía referirme a toda clase de profesiones que tienen vedada la entrada a la Isla simplemente porque el concepto de traición en Cuba responde a mecanismos ajenos a la cordura. El caso que más se mueve en Cuba no es el de los escritores. Pecaría yo si pensara que es así. La invisibilidad en la que siempre hemos estado refugiados los escritores nos ha librado un poco del rechazo mediático que impulsan las autoridades. Los más desfavorecidos han sido los deportistas, los médicos y los actores, pero sobre todo los primeros. En cuanto un deportista se va del país, y en cuanto ya se sabe que se sabe, aparece una nota en la televisión señalando que el deportista tal desertó, dejándose engañar por los cantos de sirena y blablabla. Después los músicos y bailarines y actores y un etcétera larguísimo. Y hasta los políticos, que después de haber “servido” ciegamente, los destituyen ante la más mínima duda, ante el más leve asomo de traición. En ese, como en todos los casos, traición es contradecir o ir contra los designios de los gobernantes. La lista acaba de alargarse hace sólo un par de días. Roma paga a los traidores, pero los desprecia. Después de haber servido tantos años ahora se les trata de indignos y ambiciosos. Nadie sabe a ciencia cierta qué habrán hecho todos esos ministros para ser destituidos de la noche a la mañana. Puede que hayan ido en contra de los principios revolucionarios que nos inculcaron desde niños y que nadie cumple porque para eso habría que ser perfecto. “Pioneros por el comunismo. ¡Seremos como el Che!” es una consigna casi suicida que todavía, un mes antes de venir, tuve que escuchar de boca de mi ahijada el día que le (im)pusieron la pañoleta.

En Cuba te puedes equivocar, pero no puedes rectificar. Los boxeadores Yuriolkis Gamboa, Erislandi Lara y Guillermo Rigondeaux, en un gesto casi infantil, se arrepintieron cuando estuvieron a punto de desertar en Brasil y regresaron a la Patria. Sabían que se les impondría un castigo, pero ellos, repito, infantilmente, pensaron que los dejarían seguir peleando pero no fue así. Así, uno a uno, se escaparon cuando se dieron cuenta de que el perdón no les llegaría. Todavía Rigondeaux esperó un poco más, y ni su aval como el mejor boxeador amateur del mundo fue suficiente.

Yo veo que Beckham juega en el equipo que se le ocurre y en su país ni el Primer Ministro ni la Reina lo consideran un traidor. Ni en España a Pau Gasol; ni a los peloteros venezolanos o los dominicanos o los puertorriqueños en sus respectivos países. Y veo, cuando camino por las calles de Brampton y Toronto, a cientos de inmigrantes y me pregunto si a ellos se les considera traidores en sus respectivos países. Yo mismo, meses antes de venir a Canadá, a pesar de que salía de Cuba por una de las vías más legales que hay, me cuestionaba si estaba traicionando algo. Y el verbo “traicionar”, como quiera que se le conjugue, es fuerte, es terrible, es doloroso, es vil.

Dice Amos Oz en Contra el fanatismo, un libro que recoge tres conferencias acerca de este tema, que el traidor “es quien cambia a ojos de aquellos que odian cambiar y no pueden concebir el cambio, a pesar de que siempre quieran cambiarle a uno. En otras palabras, traidor, a ojos del fanático, es cualquiera que cambia (…) No convertirse en fanático significa ser, hasta cierto punto y de alguna forma, un traidor a ojos del fanático”.

Me basta.

28 de enero de 2009

La pelea

Cuando estás fuera de Cuba cualquier cosa que te sepa a Cuba o te recuerde a Cuba te viene bien. Desde encontrar en un supermercado barra de guayaba Conchita, guarapo en lata o escuchar a dos tipos en un café echando pingas y cojones a sabiendas de que, supuestamente, nadie los entiende. Por eso cuando un viernes por la noche Carlos, un amigo que también escogió la distancia dolorosa, te llama para invitarte a casa de Macho (otro coterráneo) a ver peleas de boxeo de tres cubanos que desertaron y escogieron el camino del profesionalismo, no puedes resistirte aunque te mueras del cansancio. Carlos me dice que esta vez las peleas las transmitirán gratis, por ESPN2, y estarán Erislandi Lara, Odlanier Solís y Yuriolkis Gamboa, este último llamado a ser uno de los más espectaculares boxeadores del deporte profesional.

En ese contexto, o sea, en medio de amigos y cervezas y altas dosis de nostalgia, esos boxeadores no son desertores ni traidores, son sencillamente cubanos, y como tal nos sentamos frente al televisor en el sótano de Macho, cerveza en mano, a apoyarlos, como si estuviéramos en Cuba y ellos pelearan en el Playa Girón o en los Panamericanos. Y cada vez que uno ganaba, nos sentíamos más orgullosos porque son cubanos y ser cubano no es eso que nos enseñaron desde pequeños. Estábamos contentos porque presenciábamos, en vivo, estas peleas, pero al mismo tiempo sentíamos tristeza por la cantidad de fanáticos en la Isla que tendrían que conformarse con ver una grabación días después y porque nosotros mismos veíamos esto acá, a unos cuantos grados bajo cero, y no en Cuba, con una botella de ron. Había alegría, pero también había cierta rabia contenida, aunque reinaba la paz. Nosotros, como esos boxeadores, teníamos nuestra propia pelea. Una pelea contra la nostalgia, una pelea contra la distancia.

El boxeo y el voleibol, después de la pelota, son los deportes que más siguen los cubanos. En ese momento en que estás sentado frente a la enorme pantalla del televisor, mirando a esos boxeadores desbordando talento ante otros púgiles de menor valía, al menos en lo que se refiere a la técnica, te pones a pensar en la cantidad de cubanos que andan regados por el mundo y, como cubano al fin, piensas en lo buenos que somos los cubanos. Ah, la escuela cubana de boxeo, la escuela cubana de pelota, la escuela cubana de ballet, la escuela cubana de piano. Qué buenos somos los cubanos, piensas, pero no lo dices abiertamente, para que no te muerda ese bichito chovinista que siempre nos persigue.