29 de septiembre de 2010

El otoño

En Cuba no teníamos otoño. Últimamente ni siquiera teníamos primavera y el invierno es, a veces, un recordatorio a la miseria para el que no tiene abrigos, sábanas, paredes sólidas. Allá siempre es verano, sin otras estaciones evidentes. Allá todo sucede con esa calma violenta que casi siempre nos deprime y nos reprime y nos comprime y nos suprime. Vivíamos en esa metáfora sarcástica y no teníamos demasiada poesía. Carecíamos de dinero o demasiadas cosas que comprar y éramos consumistas. Veíamos caer las miradas, las sonrisas, las esperanzas, las hojas y los árboles, y no teníamos otoño. Disfrutábamos de esa felicidad virtual: nada nos importaba porque la realidad, lo verdaderamente real, estaba dentro de los muros y más allá de esos muros no había nada, si acaso unas fotos con demasiados colores, unas postales ostentosas. Aquí, al otro lado, tenemos estaciones, podemos ejercer la decencia y la honestidad, podemos expresarnos sin temor a los vecinos o al Gran Hermano que vigila. Tenemos este otoño que se deja caer sobre los árboles con esa rabia de tonos amarillentos, de una belleza indescriptible. Acá tenemos algunas cosas que dan cierta tranquilidad pero no tenemos patria. Creo que allá tampoco teníamos patria. En realidad no teníamos nada, o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual.

5 de agosto de 2010

La piel

Mi amigo, uno de los buenos, de los mejores, de los imprescindibles, se ha cortado las venas.

No una vez. Ni dos. Se ha rasgado la piel hasta el cansancio, como un niño rasga las paredes buscando alguna respuesta.

Mi amigo no quiere respuestas. Mi amigo tiene todas las respuestas posibles. Es un tipo afortunado. Ha amado y lo han amado. Ha tenido y tiene los mejores amigos posibles, los mejores padres posibles, la mejor hermana. Ha visto el mundo. Ha visto ciudades opulentas, hermosas. Ha vivido.

Pero, de vez en cuando, se rasga la piel, como queriendo escapar de sí mismo. Y en esos intentos olvida que alguna vez nos conocimos por un libro de pelota. Olvida que alguna vez, cuando la aceptación era un pecado, los tipos más ordinarios que en el mundo han sido lo aceptaron. Olvida que muchas veces desandamos las calles de La Habana a deshoras. Olvida que, en medio de aquella cochiquera, él era un diamante, y no ha dejado de serlo, y no dejará de serlo. Olvida que le regalé mis libros, mis mujeres, mi tiempo, todo el tiempo.

Mi amigo sabe que cada vez que el filo cortante del metal roza la piel (y la sangre se desprende como una manada de búfalos salvajes, si fuera mi caso, pero en el suyo salen mariposas revoloteando sin rumbo fijo, sin destino definido) a cada uno de nosotros se nos va un pedazo de vida, ilusiones, sueños, esperanzas.

Pero, en ese momento, no piensa en nosotros. Sólo se rasga la piel. Sólo trata de escapar de alguna cosa que ni yo mismo puedo explicar. Pero no hay explicación posible. No hay respuestas. Ni siquiera puedo pensar demasiado.

Sólo sé que mi amigo, uno de los buenos, de los mejores, de los imprescindibles, se ha cortado las venas.

12 de febrero de 2010

La inmortalidad

Para Milán Kundera la muerte y la inmortalidad van de la mano. Yo, que a ratos pienso en la muerte, más de una vez me he sentido impelido por las reflexiones de Kundera que tienen que ver con la inmortalidad, la fama, la trascendencia, o sea, dejar una huella. En la novela de Kundera, a Agnes se le aparece un individuo, un hombre extraño venido del más allá, de un lugar ignoto, y le pregunta si ella y Paul quieren estar juntos en la otra vida. Ella se siente amenazada por la presencia de Paul. Al final responde que no, que prefiere no volver a encontrarse con él, o más bien que "prefieren" no volver a encontrarse. Ese capítulo termina con una oración estremecedora: "Estas palabras son un como un portazo a la ilusión del amor". La ilusión del amor. Como si el amor no fuera más que eso, una ilusión. Y, en esa posible ilusión, el terror de la inmortalidad se acentúa ante la duda. Sin caer en las pretendidas banalidades (o sea, si hubieras hecho las cosas del mismo modo, si hubieras estudiado la misma carrera, si hubieras trabajado en lo mismo, si hubiera aprovechado las oportunidades que se te aparecieron por el camino) la duda a veces nos fortalece.

Así como la inmortalidad y la muerte, la duda y el arrepentimiento también van de la mano. Más de una vez perdí los estribos, más de una vez herí a personas que me querían, más de una vez traicioné, más de una vez metí la pata hasta la rodilla y después la saqué y la volví a meter hasta la cintura. Entonces, probablemente, esbozaría una lista inmensa de las cosas que hice y de las que podría arrepentirme ahora, una lista larga desde la Avenida del Puerto y que se extendería por todo Malecón y pasaría el túnel y seguiría por Quinta Avenida y probablemente llegaría hasta Santa Fe y un poco más allá. Pero si se me presentara alguna vez el personaje de la novela del gran Milán Kundera y me preguntara a quien quisiera ver en la otra vida, estoy seguro de que su nombre (que no escribo aquí por razones obvias) saltaría entre los primeros, si no el primero.

Ese amor es lo que me ha acercado un poco a la inmortalidad, a ese estado de no morir, o de vivir más allá de la muerte. Si un día, irremediablemente, me tuvieran que recordar por algo, si no quedara otro remedio y la inmortalidad fuera, más que una certeza, una condena, quisiera ser recordado por ese amor. Creo que eso es lo que me ha hecho grande, fuerte, valiente. Es lo que ha hecho que mis pasos no se pierdan en el vacío.

2 de febrero de 2010

Superhéroe

Soy demasiado lento para ser un superhéroe.

Lo he pensado. A veces me acuesto e imagino que me transformo en cualquiera de esos personajes que Hollywood ha redimensionado basándose en cómics que son, en su mayoría, objetos de culto para coleccionistas. Pero no tengo madera. Carezco de atributos para llegar a ser ese que va por la vida salvando el Universo. Pero Osvalditín, el hijo de mi amigo, quiere, de vez en cuando, que me convierta en superhéroe. Tiene cuatro años. No tiene idea de cómo es el mundo allá afuera, de lo podrido y jodido que está. Todavía tiene la inocente ilusión de que existen los superhéroes pero no me conoce lo suficiente para saber que soy un tipo cuya única virtud es precisamente no tener casi ninguna. Un superhéroe que se respeta vive dos vidas: esa en que es una persona común y corriente, la mayoría de las veces un tipo tímido o un superdotado o un millonario, y la otra en que se disfraza y sale a salvar el mundo del mal. No puedo ser un superhéroe, pero ni siquiera puedo ser su alter ego. Osvalditín quiere que sea Batman pero no llego a ser Bruce Wayne. Quiere que sea Spiderman pero no puedo ser Peter Parker. Quiere que sea Hulk pero no puedo ser Bruce Banner. Un día va a descubrir que soy un farsante, que no soy más que un remedo, una copia barata de la suma de todos los personajes en los libros que he leído. En realidad, la suma de todos los defectos de los personajes de los libros que he leído. Jean Valjean buscando redención y huyendo eternamente. Ambicioso e hipócrita como Julien Sorel. Frío y egoísta como Valmont, aún así expuesto al amor. Como Grenouille, pasando desapercibido por la vida, querido solamente, a veces, por algo que no poseo en realidad. Castrado como Cuéllar. Escéptico y sin una pizca de arrepentimiento por mis actos como Mersault. Devorado por las hormigas como el último de los Buendía.

Soy demasiado vago para ser un superhéroe. Si un día fuera inminente y tuviera que salvarte la vida, quizás lo dejaría para más tarde.