30 de diciembre de 2008

La presencia

No hace mucho tiempo tuve uno de esos sueños raros que rozan el límite entre el dulce ensueño y la feroz pesadilla. Había llegado a un apartamento que, por mucho que lo piense, no logro saber exactamente dónde se encuentra ni a quién pertenece. Sólo recuerdo que era uno de esos apartamentos mugrosos de La Habana Vieja o Centro Habana, paredes despintadas y descascaradas, grietas profundas, piso manchado, techo a punto de revalidar la teoría de la gravedad. De cualquier modo, la puerta se abrió y entré gritando de alegría o bajo los efectos del alcohol. Aquella noche yo me había acostado con algunos tragos, de manera que el subconsciente me traicionó y yo gritaba, cosa inusual en mí. Dentro del apartamento había algunas personas que eran, evidentemente, mis amigos, pero tampoco logro recordarlos. Uno de ellos me obligó a guardar silencio, pero yo seguía vociferando, porque estaba contento, muy contento, sabrá Dios por qué. Mi amigo me agarró por el hombro y me pidió que callara. “Es que ha muerto Fidel”, me dijo. Yo reí a carcajadas, cómo podía ser tan ingenuo, no jodiera conmigo, pero él repitió que era cierto, que había muerto, que no jugaba con esas cosas. Le dije, todavía riendo, que tenía que verlo para creerlo, que vista hace fe, y mi amigo señaló hacia la esquina. No había pared divisoria entre la sala y el cuarto. Al final, y pegada a la pared, había una de esas camas pequeñas de hospital y un cuerpo (tenía que ser un cuerpo) tapado con una sábana blanca. He visto esa imagen repetida en cientos de películas, así que soñarla no tiene demasiada connotación cinematográfica, no es una imagen con la que podría ahora regodearme. En el sueño me habré puesto serio, quizás empezando a creer que sí, que en realidad había muerto el Jefe, aunque todavía cabía la posibilidad de una broma: debajo de la sábana podría haber almohadas, cualquier cosa, y no el cuerpo del Comandante. Mi amigo susurró: “Vete a verlo con tus propios ojos”, y lo decía con miedo, como si él mismo no lo pudiera creer. Yo me fui acercando poco a poco y miraba hacia atrás pero no se escuchaban risas y ningún rostro parecía delatar que se trataba de una broma. Llegué al borde de la cama, me arrodillé (como es debido ante tal cadáver) y levanté la sábana. Debajo estaba, en realidad, el mismísimo Fidel Castro. Y justamente cuando empezaba a creer que sí, que estaba muerto, y sin darme tiempo siquiera a reaccionar (asombro, confusión, alegría, júbilo, dolor, tristeza, miedo) abrió los ojos, se puso el dedo índice haciendo una cruz contra los labios y, con una sonrisa socarrona, un guiño quizás, hizo “Shhhhh”.

No era esta la primera vez que soñaba con Fidel. Ya en otras ocasiones le había contado a amigos cercanos y familiares de mis sueños con el Comandante y justo después de esos sueños había reflexionado sobre la intensidad de su presencia y lo que ésta significa para mi generación y quizás también para otras generaciones, pero sólo puedo hablar por la mía, o quizás sólo puedo hablar por mí mismo. Probablemente una de las primeras imágenes que vi fue la suya, repetida en blanco y negro -Krim 18- en un barrio donde no había más de tres telerreceptores. Imagino que mi madre, comunista acérrima, se sentaba a dormirme frente al televisor y allí siempre estaba él. Era 1975: Primer Congreso del Partido, un acontecimiento que fortalecería y redefiniría los principios ideológicos, éticos y morales de la Revolución. Era 1975 y ya se trazaba la nueva División Político Administrativa (aprobada en 1976) que cercenó la geografía de la Isla (léase: su historia), y al mismo tiempo le quitó el sentido de pertenencia a muchas personas, entre las que estaban aquellas del lugar donde nací que antes correspondía a Camagüey y luego pasó a ser parte de Las Tunas y cabe decir que llegó un momento en que mis coterráneos llegaron a sentir que no pertenecían a ninguna de las dos provincias, situación que todavía persiste en los más viejos. De manera que éramos un pueblo desamparado, mutilado de historia y asumiendo una nueva bajo los efectos alucinógenos de la Revolución triunfante que, entonces, otorgó el poder al pueblo y nos indujo a creer que todos éramos iguales. Y en todos los momentos estaba Fidel. En la escuela (en todas las escuelas desde que tengo uso de razón) su foto repetida en las paredes, en las casas, en las calles, los periódicos, las revistas, y por supuesto en las movilizaciones, marchas y manifestaciones siempre su imagen en manos de alguien que lo portaba como un estandarte, fieles retratos o incluso dibujos maltrechos que lo presentaban como un profeta de la casta de Abraham. El gigante barbudo (barbado como un sabio de algún concilio antiguo) aparecía en todas partes, “en todos los segundos, en todas las visiones” y esa permanencia sobrevive hasta el día de hoy. Nos enseñaron que Fidel era un padre, pero yo nunca me lo creí demasiado. Sabía que había nacido, naturalmente, por la cópula de mis padres y no porque Fidel apareciera, de manera divina, con luces estrafalarias, e intermediara entre ellos para que luego mi madre (que es una santa pero no virgen) me concibiera. Pero sí escuché en mi niñez a muchos de mis amigos y primos repetir ingenuamente que Fidel era su papá (“papá Fidel”), y todavía se le inculca a los niños de esta generación que Fidel es como un abuelo, “el abuelito Fidel”.

Si tuviera que mencionar las presencias imborrables de mi existencia, la del Comandante en Jefe ocuparía las primeras. Podré estar en un país remoto algún día y a mi mente vendrá esa imagen sin siquiera mandarla a buscar, sin que nadie mencione su nombre; cualquier cosa lo atraerá: un tipo alto o con barba, el color verde, unas ramitas de olivo, unos ojos inquisidores, unos dedos largos (también inquisidores), una frase “de profundo contenido político”, un estrado, alguien que habla detrás de éste y acomoda los micrófonos o usa guayaberas blancas (que no usa él pero sí sus escudos). Incluso si alguien mencionara a Cuba, posiblemente antes de recordar a mis padres y esos lugares entrañables, aparecerá él. De la misma manera en que cuando un cubano escucha o lee la palabra “revolución”, sólo piensa en La Revolución, porque nos enseñaron que era la única posible y de esa manera se trastocó, en nosotros, el verdadero significado de esa palabra. Así que donde debe decir “cambio”, dice “estancamiento”; donde debe decir “transformación”, dice “inmutabilidad”, pero donde dice Revolución siempre dice Fidel y donde dice Cuba siempre dice Fidel. Por eso para los cubanos es imposible separar patriotismo y Fidelismo. Y ahí se nos escapa otro concepto: la patria es Fidel. En Cuba traicionar a la patria es simplemente ir contra los designios del Máximo Líder. De modo que si un día sobreviene una guerra contra nuestro país no estaríamos luchando por éste sino por Fidel.

Debe ser terrible, pienso, que el día que esté muriendo, y a fuerza de haberlo visto tanto, de haberlo desayunado, almorzado, comido, merendado, ya moribundo yo, en el momento en que esté entonando mis últimos estertores, puede aparecer él de nuevo. Yo le prometí a alguien a quien amé mucho que mis últimos pensamientos serían para ella, que en el lecho de muerte estaría pensando en ella, pero ahora, después de reflexionar en lo que ha significado y significa la presencia de Fidel en nuestras vidas (en la vida de cualquier cubano, no importa dónde esté) no le puedo garantizar a mi amada que será su imagen y no la del Comandante la que se pasee por mis ojos ese fatídico y aciago día. Porque la de Fidel no es una presencia transitoria, efímera, como puede ser la de muchas personas que pasan por nuestras vidas. La suya es una presencia duradera y larga como la misma isla, palpable como esas grietas en las paredes, dolorosa como un parto, traumática y esquizofrénica como la misma Revolución.

24 de diciembre de 2008

Las filipinas

Desde los nueve años viví en un pueblo que, todavía, tiene su encanto: Amancio Rodríguez, nombre horrible, impuesto por la euforia de la Revolución, regalo del mártir que se inmoló frente al Sindicato de Trabajadores, antes se había llamado Francisco (nombre también espantoso) porque así se llamaba el dueño del central azucarero. Solía ser un pueblo famoso, sobre todo por sus carnavales, que se decía eran los mejores de Cuba, y porque Benny Moré lo inmortalizó en aquella canción "Francisco Guayabal", pero con tan mala suerte que, después del Triunfo, dejó de llamarse así y asumió el nuevo nombre, de modo que pasó a ser un sitio común y corriente, desconocido.

Todavía, cuando visito mi pueblo, siento la nostalgia del hombre que regresa y va descubriendo, tristemente, que nada es tan grande ni tan hermoso como solía ser. Será que los ojos del niño lo ven todo más pequeño. Será que los ojos del niño están cegados ante ciertos fenómenos, ante ciertas fealdades de la vida. La última vez que estuve allí, sentado en un banco de mármol que el gobierno municipal ha sembrado a un lado de la avenida, en medio de tanta destrucción y desconcierto, me sorprendía el hecho de que pasaran, uno detrás del otro, en menos de una hora, alrededor de seis carros de turismo con sus extranjeros y sus respectivas jineteras. En medio de un pueblo sucio, de calles rotas, transitan por la avenida estos autos de lujo levantando polvo. Es un contraste aberrante con los tractores que pasan haciendo un ruido insoportablemente hermoso. Es un contraste el rostro tranquilo del extranjero, encerrado en el aire acondicionado de un Toyota, con el rostro curtido del campesino sobre un Yum bielorruso. Supongo (me digo para alejar la tristeza) que eso suceda normalmente en cada pueblo. Supongo que no sea un caso exclusivo de Amancio, que por toda la isla se paseen estos personajes y que, en un pueblo pequeño, una jinetera es un personaje público de cierta notoriedad y resonancia. Y entonces me sucede lo de siempre, o sea, vuelvo a mi niñez. Todo lo que veo en Amancio me lleva de vuelta a mi niñez.

Cuando yo era niño no había jineteras. Al menos no había lo que conocemos hoy por jinetera. Por aquel entonces los barcos que más entraban al puerto de Guayabal (a 18 kilómetros de Amancio) eran, por supuesto, soviéticos, pero también venían griegos y, sobre todo, filipinos. Pareciera que, como estábamos tan acostumbrados a "los bolos", a tenerlos cerca, los que en realidad llamaban la atención a los pobladores del pueblo pesquero y de Amancio eran los filipinos. Eran, en su fisonomía, raros, muy raros. Medio chinos, medio indios, demasiado raros, demasiado contraste. Yo mismo, una vez en la playa, siendo un niño, me atreví a lanzarle unas palabritas en inglés a un filipino y éste me respondió con un inglés que reconozco ahora imperfecto. Ya era la época en que la profesora Graciela me castigaba en su casa y me empecé a interesar en el idioma del enemigo, más por aburrimiento que por otra cosa. Y ya entonces había mujeres que se dedicaban a brindarles sus favores a estos hombres, que eran extranjeros, aunque no venían específicamente a recibir favores de mujeres hermosas, venían porque eran marineros pero, por supuesto, les gustaban las hembras y, por supuesto, dejaban una en cada puerto. Puro cliché.

La prostitución es un fenómeno tan antiguo como la humanidad, pero aquello era realmente un suceso. A estas mujeres las llamaban filipinas, no importa si estaban con un ruso o un griego. Las recuerdo paseando por la calle de Guayabal, una de las más hermosas que haya visto jamás, extendiéndose a lo largo del mar con una sombra de pinos, eso antes de que los ciclones que pasaron recientemente devastaran la calle y casi todo el pueblo. Las recuerdo con shorts de mezclilla bien cortos y el pelo casi siempre teñido de rubio. Las recuerdo caminando por la avenida de Amancio, a la que siempre, estúpidamente, comparo con la calle 23. Las recuerdo, todavía las recuerdo.

Y todavía la de Guayabal, a pesar de los ciclones, debe ser una calle preciosa, y todavía la avenida de Amancio se me seguirá pareciendo a la calle 23, pero aquellas filipinas no tienen nada que ver con las jineteras de hoy. Las primeras, las antecesoras, eran incomprendidas, mal miradas. De hecho, cuando se decía "filipina" era en tono despectivo. Se entregaban a estos hombres no por dinero, recuérdese que entonces el dólar estaba penalizado y portarlo era un delito tan grave como matar una vaca. A cambio de sus servicios recibían jabones, perfumes, prendas de vestir y hasta manzanas. Algunas de estas cosas las traían ellos en los barcos. Otras las compraban en una tienda habilitada para ellos en el lugar. Las filipinas no iban por la calle con aire autoritario, con complejo de superioridad. Nadie se moría por saludarlas. Pero aquel era otro tiempo. Entonces mi madre era maestra, un personaje respetable en el barrio, y ninguna filipina podía pavonearse ante ella. En ese sentido las filipinas eran modestas, decentes. Nada que ver con sus sucesoras, las jineteras, que se sienten una clase privilegiada en medio de las penurias y necesidades que padece el pueblo cubano desde que se desplomara el campo socialista, que se saben agraciadas montadas en un Toyota o un Hyundai al lado de un extranjero que puede ser en su país un profesor o un simple taxista; las jineteras, en su inmensa mayoría y no quiero aquí pecar de absoluto, son vulgares e ignorantes y ostentan esa ignorancia como un arma, la enarbolan como una bandera.

En la secundaria hubo varias muchachitas (mayores que yo) que fueron filipinas y luego, con el tiempo, pasaron a ser jineteras. Es pura dialéctica. En la misma secundaria, durante las lecciones de Marxismo-leninismo, me enseñaron las diferencias entre el imperialismo y el capitalismo, que el primero constituía una etapa superior del segundo, y que por ello era un sistema más despiadado, más cruel. Algún día, cuando se estudie a fondo la prostitución en Cuba, habrá que escribir: "Las jineteras, fase superior de las filipinas".

Sentado en un banco de mármol junto a la avenida de Amancio, el pueblo que me vio crecer, seguía mirando pasar los autos de turismo. Son como diamantes en medio de una cochiquera, una nave espacial en una selva africana. Entonces, de pronto, Amancio se me antojó un mendigo que pide monedas y lleva en su muñeca un Patek Philippe de oro.

23 de diciembre de 2008

La sospecha

Bajaba por Obispo, camino al Instituto, como cada mañana, y un policía, en la esquina del hotel Ambos Mundos, me miraba sospechosamente. O sea, era sospechosa su mirada, y embargaba, además, cierta sospecha hacia mí. Traté de no mirarlo, porque no tenía deseos de tropezar con un policía. No es que hubiera otros días en que yo tuviera deseos de tropezar con un policía, pero esa mañana particularmente no tenía deseos porque justo a las 6, cuando soñaba, quizás, que recibía el Premio Nacional de Literatura, pasó un camión frente a mi casa fumigando contra los mosquitos.

Ni preguntarse porqué a esa hora, ni porqué un sábado, cuando supuestamente las personas normales descansan luego de una semana de trabajo, un camión fumigaba contra los mosquitos. Simplemente tuve que levantarme, porque el humo empezó a colarse por las hendijas debajo de la ventana y la atmósfera se tornó irrespirable. Eso me puso de mal humor. Me vestí y después de media hora, un buen tiempo comparado con otras mañanas, comencé a bajar por Obispo, y de pronto me descubrí casi al final de la calle, en la esquina de Mercaderes, frente a ese policía que me miraba como si mi foto estuviera pegada en las paredes con un cartel de "Se busca...".

Me pregunté qué precio pondrían a mi cabeza, y sonreí, y rápidamente escondí esa sonrisa porque el policía podría haber pensado que me burlaba de él. De modo que miré al suelo, a los adoquines gastados, y perdoné al policía que me miraba con cara de sospecha. Porque él no sabía que iba a mi trabajo. Porque él no sabía que yo soy escritor. Porque yo no tengo un cartel que lo anuncie. Porque simplemente soy negro y es sospechoso que camine tan temprano y tan despacio por la calle Obispo escuchando sospechosa música con sospechoso artefacto. Y me pregunté qué pasaría, con qué cara me miraría el agente del orden, si hubiera sabido que yo soy escritor. ¿Es que acaso el policía me miraba porque recuerdó haber visto mi cara en la televisión la noche anterior? Lo dudo. ¿Es acaso un escritor mejor que el ciudadano común? Pretenciosa idea, sobre todo cuando a mi mente llegó la imagen de ciertos amigos poetas que trabajaron durante mucho tiempo como veladores nocturnos, y recuerdé al que de noche era portero en un hotel, y al que estuvo preso por algún delito que no cometió, y al que se montó en una balsa y no tocó la otra orilla, y al que me encuentro en el mercado cada domingo comprando frutas, y a la que es jinetera, y al que deambula por las calles de La Habana vendiendo dulces. Y me di cuenta de que un escritor, en Cuba, es un tipo normal, un tipo sin mucho lustre a no ser que le hayan concedido el Premio Nacional de Literatura o le inviten a las ferias internacionales, o que, casualmente, se haya conectado con una editorial extranjera. En el primer caso, los hay bien merecidos, y lo mejor es ni soñar con tenerlo, porque eso significa, además del estipendio mensual, que la muerte te anda rondando. En el segundo caso, pues ya habrá quienes se encargarán de decir que estás vendiéndole tu obra a esas editoriales por tres kilos que son, en el mejor de los casos, diez veces más que lo que pueden pagar las editoriales nacionales.

Tuve la sospecha, en ese momento, de que bajar por Obispo a esa hora no es un delito, pero quién sabe. Ya otras veces me habían pedido identificación simplemente porque debo tener cara de maleante. A veces, en mis narraciones, he sido un maleante. He sido ladrón, violador, viejo verde, asesino, proxeneta. Pero sólo en mis narraciones. Y es posible que ese policía, igual que los demás, lo supiera, y quizás sabía que es difícil separar al autor de sus personajes, que siempre quedan rasgos de uno en ellos, que, al final, uno escribe sobre sus propias vivencias disfrazadas con un poco de ficción.

Tuve la sospecha de que era común, un tipo común, un negro común con cara de cualquier cosa menos de escritor. Es más, merecía que el policía me detuviera, y me pidiera los documentos, y me procesara por caminar tan temprano por Obispo, y me llamara ciudadano. Yo le hubiera dicho que no soy ciudadano, que soy poeta, que, un día, recibiré el Premio Nacional de Literatura, pero eso habría agravado mi situación, porque un poeta es un ser sospechoso, y un sospechoso es un tipo con cara de poeta, y a los policías, generalmente, no les gustan los tipos sospechosos, ni los poetas.