22 de enero de 2011

El libro

Me gusta comprar libros usados. No por lo baratos, sino por ese olor que me traslada, a ratos, a mi niñez. Me gusta saber que ese mismo libro estuvo en manos de alguien y que esa persona experimentó sensaciones diferentes a las que voy a experimentar yo cuando vaya pasando, una a una, las páginas gastadas. Me gusta encontrar notas en los márgenes, páginas marcadas, versos o párrafos completos subrayados. Me gusta violar dedicatorias.

El último libro que he comprado (el más reciente, diría un supersticioso) es Modern Poetry (volumen VII), una compilación de poesía moderna con nombres tan llamativos como Yeats, Eliot, Auden, Wallace Stevens, Ezra Pound o e. e. cummings. La compra está justificada. Pero lo más interesante de este libro es que tiene un pequeño doblez en una página, un poema escrito por uno de mis favoritos y que me toca muy de cerca, uno que he intentado traducir más de una vez pero me quedo siempre contemplando su sencilla grandeza y nunca lo termino. Quienquiera fuera el dueño de este libro estaba tan jodido como yo, o éramos almas gemelas, o quizás este volumen fue mío en otra vida.

Acquainted with the Night

I have been one acquainted with the night.
I have walked out in rain -and back in rain.
I have outwalked the furthest city light.

I have looked down the saddest city lane.
I have passed by the watchman on his beat
And dropped my eyes, unwilling to explain.

I have stood still and stopped the sound of feet
When far away an interrupted cry
Came over houses from another street,

But not to call me back or say good-bye;
And further still at an unearthly height,
A luminary clock against the sky

Proclaimed the time was neither wrong nor right.
I have been one acquainted with the night.

Robert Frost

29 de septiembre de 2010

El otoño

En Cuba no teníamos otoño. Últimamente ni siquiera teníamos primavera y el invierno es, a veces, un recordatorio a la miseria para el que no tiene abrigos, sábanas, paredes sólidas. Allá siempre es verano, sin otras estaciones evidentes. Allá todo sucede con esa calma violenta que casi siempre nos deprime y nos reprime y nos comprime y nos suprime. Vivíamos en esa metáfora sarcástica y no teníamos demasiada poesía. Carecíamos de dinero o demasiadas cosas que comprar y éramos consumistas. Veíamos caer las miradas, las sonrisas, las esperanzas, las hojas y los árboles, y no teníamos otoño. Disfrutábamos de esa felicidad virtual: nada nos importaba porque la realidad, lo verdaderamente real, estaba dentro de los muros y más allá de esos muros no había nada, si acaso unas fotos con demasiados colores, unas postales ostentosas. Aquí, al otro lado, tenemos estaciones, podemos ejercer la decencia y la honestidad, podemos expresarnos sin temor a los vecinos o al Gran Hermano que vigila. Tenemos este otoño que se deja caer sobre los árboles con esa rabia de tonos amarillentos, de una belleza indescriptible. Acá tenemos algunas cosas que dan cierta tranquilidad pero no tenemos patria. Creo que allá tampoco teníamos patria. En realidad no teníamos nada, o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual.

5 de agosto de 2010

La piel

Mi amigo, uno de los buenos, de los mejores, de los imprescindibles, se ha cortado las venas.

No una vez. Ni dos. Se ha rasgado la piel hasta el cansancio, como un niño rasga las paredes buscando alguna respuesta.

Mi amigo no quiere respuestas. Mi amigo tiene todas las respuestas posibles. Es un tipo afortunado. Ha amado y lo han amado. Ha tenido y tiene los mejores amigos posibles, los mejores padres posibles, la mejor hermana. Ha visto el mundo. Ha visto ciudades opulentas, hermosas. Ha vivido.

Pero, de vez en cuando, se rasga la piel, como queriendo escapar de sí mismo. Y en esos intentos olvida que alguna vez nos conocimos por un libro de pelota. Olvida que alguna vez, cuando la aceptación era un pecado, los tipos más ordinarios que en el mundo han sido lo aceptaron. Olvida que muchas veces desandamos las calles de La Habana a deshoras. Olvida que, en medio de aquella cochiquera, él era un diamante, y no ha dejado de serlo, y no dejará de serlo. Olvida que le regalé mis libros, mis mujeres, mi tiempo, todo el tiempo.

Mi amigo sabe que cada vez que el filo cortante del metal roza la piel (y la sangre se desprende como una manada de búfalos salvajes, si fuera mi caso, pero en el suyo salen mariposas revoloteando sin rumbo fijo, sin destino definido) a cada uno de nosotros se nos va un pedazo de vida, ilusiones, sueños, esperanzas.

Pero, en ese momento, no piensa en nosotros. Sólo se rasga la piel. Sólo trata de escapar de alguna cosa que ni yo mismo puedo explicar. Pero no hay explicación posible. No hay respuestas. Ni siquiera puedo pensar demasiado.

Sólo sé que mi amigo, uno de los buenos, de los mejores, de los imprescindibles, se ha cortado las venas.

12 de febrero de 2010

La inmortalidad

Para Milán Kundera la muerte y la inmortalidad van de la mano. Yo, que a ratos pienso en la muerte, más de una vez me he sentido impelido por las reflexiones de Kundera que tienen que ver con la inmortalidad, la fama, la trascendencia, o sea, dejar una huella. En la novela de Kundera, a Agnes se le aparece un individuo, un hombre extraño venido del más allá, de un lugar ignoto, y le pregunta si ella y Paul quieren estar juntos en la otra vida. Ella se siente amenazada por la presencia de Paul. Al final responde que no, que prefiere no volver a encontrarse con él, o más bien que "prefieren" no volver a encontrarse. Ese capítulo termina con una oración estremecedora: "Estas palabras son un como un portazo a la ilusión del amor". La ilusión del amor. Como si el amor no fuera más que eso, una ilusión. Y, en esa posible ilusión, el terror de la inmortalidad se acentúa ante la duda. Sin caer en las pretendidas banalidades (o sea, si hubieras hecho las cosas del mismo modo, si hubieras estudiado la misma carrera, si hubieras trabajado en lo mismo, si hubiera aprovechado las oportunidades que se te aparecieron por el camino) la duda a veces nos fortalece.

Así como la inmortalidad y la muerte, la duda y el arrepentimiento también van de la mano. Más de una vez perdí los estribos, más de una vez herí a personas que me querían, más de una vez traicioné, más de una vez metí la pata hasta la rodilla y después la saqué y la volví a meter hasta la cintura. Entonces, probablemente, esbozaría una lista inmensa de las cosas que hice y de las que podría arrepentirme ahora, una lista larga desde la Avenida del Puerto y que se extendería por todo Malecón y pasaría el túnel y seguiría por Quinta Avenida y probablemente llegaría hasta Santa Fe y un poco más allá. Pero si se me presentara alguna vez el personaje de la novela del gran Milán Kundera y me preguntara a quien quisiera ver en la otra vida, estoy seguro de que su nombre (que no escribo aquí por razones obvias) saltaría entre los primeros, si no el primero.

Ese amor es lo que me ha acercado un poco a la inmortalidad, a ese estado de no morir, o de vivir más allá de la muerte. Si un día, irremediablemente, me tuvieran que recordar por algo, si no quedara otro remedio y la inmortalidad fuera, más que una certeza, una condena, quisiera ser recordado por ese amor. Creo que eso es lo que me ha hecho grande, fuerte, valiente. Es lo que ha hecho que mis pasos no se pierdan en el vacío.

2 de febrero de 2010

Superhéroe

Soy demasiado lento para ser un superhéroe.

Lo he pensado. A veces me acuesto e imagino que me transformo en cualquiera de esos personajes que Hollywood ha redimensionado basándose en cómics que son, en su mayoría, objetos de culto para coleccionistas. Pero no tengo madera. Carezco de atributos para llegar a ser ese que va por la vida salvando el Universo. Pero Osvalditín, el hijo de mi amigo, quiere, de vez en cuando, que me convierta en superhéroe. Tiene cuatro años. No tiene idea de cómo es el mundo allá afuera, de lo podrido y jodido que está. Todavía tiene la inocente ilusión de que existen los superhéroes pero no me conoce lo suficiente para saber que soy un tipo cuya única virtud es precisamente no tener casi ninguna. Un superhéroe que se respeta vive dos vidas: esa en que es una persona común y corriente, la mayoría de las veces un tipo tímido o un superdotado o un millonario, y la otra en que se disfraza y sale a salvar el mundo del mal. No puedo ser un superhéroe, pero ni siquiera puedo ser su alter ego. Osvalditín quiere que sea Batman pero no llego a ser Bruce Wayne. Quiere que sea Spiderman pero no puedo ser Peter Parker. Quiere que sea Hulk pero no puedo ser Bruce Banner. Un día va a descubrir que soy un farsante, que no soy más que un remedo, una copia barata de la suma de todos los personajes en los libros que he leído. En realidad, la suma de todos los defectos de los personajes de los libros que he leído. Jean Valjean buscando redención y huyendo eternamente. Ambicioso e hipócrita como Julien Sorel. Frío y egoísta como Valmont, aún así expuesto al amor. Como Grenouille, pasando desapercibido por la vida, querido solamente, a veces, por algo que no poseo en realidad. Castrado como Cuéllar. Escéptico y sin una pizca de arrepentimiento por mis actos como Mersault. Devorado por las hormigas como el último de los Buendía.

Soy demasiado vago para ser un superhéroe. Si un día fuera inminente y tuviera que salvarte la vida, quizás lo dejaría para más tarde.

5 de diciembre de 2009

Absolutismo

No recuerdo la edad. Ni el grado escolar. Pero cuando era niño, muchacho, qué sé yo, estudié Historia Antigua e Historia Contemporánea. Recuerdo los libros. De tapa dura. Durísima. Me gusta la Historia. Dicen que siempre la cuentan los vencedores pero no me importa siempre que sea atractiva, como muchos pasajes de la Biblia. Cuando era niño, casi muchacho, me leí la Biblia. También me leí el Popol Vuh. Igual me leí El Capital. Pero en los libros de historia siempre hubo un término que, posiblemente, desapareció de los folletos escolares: el absolutismo, esto es, el mandato absoluto de un rey. O sea, la obediencia a un rey por ley divina, entiéndase, por ley de Dios. Si es Dios quien manda no hay problema. Al menos es algo o alguien a quien no conocemos ni vemos por la televisión. No lanza extensos discursos ni se autoproclama como Dios. La existencia de Dios es consecuencia del vacío de otros que en otra época necesitaban creer en algo, aferrarse a algo. Lo interesante es que todavía multitudes creen en Dios. Y más interesante es que, todavía, multitudes aplaudan la existencia de un Papa o de los reyes.

Los reyes son reyes toda la vida, por generaciones de generaciones. Por alguna razón azarosa que presupone descubrimientos y quién encontró a quién, Canadá tiene una reina. Nunca viene, pero de vez en cuando se aparecen los de su prole a visitar. Siempre hay protestas, porque nadie entiende que Canadá tenga reyes. Eso es cosa del pasado. De igual forma que existe la palabra absolutismo existe la palabra democracia. Democracia quiere decir que el pueblo tiene la capacidad y la posibilidad de decidir su destino, de votar por esa persona que gobernará mal o bien a la nación. Y Canadá nunca tuvo reyes. Hubo caciques, o jefes indios, y era y sigue siendo un vasto terreno desierto, casi inhabitado. Recientemente han venido a Canadá el príncipe y su esposa. Mirando las protestas me puse a pensar en que realmente no tienen sentido. Ni la reina ni su prole decide nada que tenga que ver con la vida de los canadienses. Su absolutismo es cuestión de razas y descendencias "divinas". Pero ellos, con todo ese andamiaje pomposo, no pueden venir a decirle a los canadienses qué tienen o qué no pueden hacer.

Pienso en mi país. Me pregunto qué palabra le vendría bien a lo que impera allá. No es absolutismo, porque esos que gobiernan no creen en Dios. Hubo un tiempo en que creer en Dios era un crimen en la Isla. No debe ser democracia porque yo nunca voté por ese que gobierna. O esos que gobiernan. Yo voté alguna vez por alguien en mi barrio que luego iría y votaría por otra persona que votaría por otra persona y así hasta llegar a la Asamblea Nacional, donde decidirían quién sería el regente. Pero con seguridad, entre absolutismo y democracia, el primero se acerca más. De todas formas, la existencia de Dios es algo relativamente cuestionable.

26 de octubre de 2009

La historia

En Cuba hay 169 municipios. En cada uno hay un museo. Incluso hay pequeños museos en pequeñas localidades que no son municipios. Se supone que estos museos atesoren la historia de esos lugares. En Colombia, otrora municipio Elia, el pueblo donde nací, hay un museo. En Amancio Rodríguez, otrora municipio Francisco, el pueblo donnde crecí, también hay un museo. No recuerdo mucho el de Colombia. Era muy pequeño cuando me fui de allí y en las lecturas de poesía que hice luego en ese espacio retiraban los objetos del claustro principal por miedo a que los escritores (coleccionistas de cualquier cosa que brille, como los güijes) los robaran. Recuerdo el museo de Amancio. Había objetos que, supuestamente, pertenecieron a los aborígenes de la zona. A los aborígenes de antes, los que usaban taparrabos. Los de ahora también, a veces, tienen que usar taparrabos, pensaría un inocente (y aberrado) lector, como tú. Pero digo a los que fueron colonizados. Los de ahora (pensarás), de alguna forma, también han sido colonizados. Pero me refiero a los que fueron colonizados por los españoles. En Amancio viven, por temporadas, españoles que han colonizado a unas mulatas que se pasean semidesnudas por la calle principal del pueblo. O de la aldea. Creo que sus habitantes son recolectores, o cazadores, o ambos. Creo que, a veces, son caníbales. Pero no hay nada de los aborígenes de este tiempo en los museos. Hay de los aborígenes de antes. Piedras talladas, pedazos de madera que fueron utensilios de caza y pesca, restos de hachas. Para defenderse. Para rebelarse. Los aborígenes de antes se rebelaban, y luego los quemaban. También hay objetos de los mambises, que también se rebelaban. Fusiles, pistolas, machetes, sables, balas, cartucheras. Frases escritas o dichas por ellos contra el yugo colonial, el de antes. En el museo de Amancio, recuerdo, había un pollito de cuatro patas. No entendíamos qué tenía que ver el pollito con la historia nacional, o municipal. Ni el pollito ni sus cuatro patas. Era triste verlo allí, pegado a un pedazo de madera. El pollito estaba triste, quizás porque estaba rodeado de mucha, demasiada historia. Después hubo otros animales, tristes también. Demasiada historia, supongo. Imagino que los niños van al museo de Amancio y miran al pollito de cuatro patas, si existe todavía, y no entienden qué tiene que ver aquello con la historia de la Patria. Un pollito de cuatro patas no es más que un pobre animalito con una deformidad. La historia de la Patria no es más que un pobre animalito.