24 de diciembre de 2008

Las filipinas

Desde los nueve años viví en un pueblo que, todavía, tiene su encanto: Amancio Rodríguez, nombre horrible, impuesto por la euforia de la Revolución, regalo del mártir que se inmoló frente al Sindicato de Trabajadores, antes se había llamado Francisco (nombre también espantoso) porque así se llamaba el dueño del central azucarero. Solía ser un pueblo famoso, sobre todo por sus carnavales, que se decía eran los mejores de Cuba, y porque Benny Moré lo inmortalizó en aquella canción "Francisco Guayabal", pero con tan mala suerte que, después del Triunfo, dejó de llamarse así y asumió el nuevo nombre, de modo que pasó a ser un sitio común y corriente, desconocido.

Todavía, cuando visito mi pueblo, siento la nostalgia del hombre que regresa y va descubriendo, tristemente, que nada es tan grande ni tan hermoso como solía ser. Será que los ojos del niño lo ven todo más pequeño. Será que los ojos del niño están cegados ante ciertos fenómenos, ante ciertas fealdades de la vida. La última vez que estuve allí, sentado en un banco de mármol que el gobierno municipal ha sembrado a un lado de la avenida, en medio de tanta destrucción y desconcierto, me sorprendía el hecho de que pasaran, uno detrás del otro, en menos de una hora, alrededor de seis carros de turismo con sus extranjeros y sus respectivas jineteras. En medio de un pueblo sucio, de calles rotas, transitan por la avenida estos autos de lujo levantando polvo. Es un contraste aberrante con los tractores que pasan haciendo un ruido insoportablemente hermoso. Es un contraste el rostro tranquilo del extranjero, encerrado en el aire acondicionado de un Toyota, con el rostro curtido del campesino sobre un Yum bielorruso. Supongo (me digo para alejar la tristeza) que eso suceda normalmente en cada pueblo. Supongo que no sea un caso exclusivo de Amancio, que por toda la isla se paseen estos personajes y que, en un pueblo pequeño, una jinetera es un personaje público de cierta notoriedad y resonancia. Y entonces me sucede lo de siempre, o sea, vuelvo a mi niñez. Todo lo que veo en Amancio me lleva de vuelta a mi niñez.

Cuando yo era niño no había jineteras. Al menos no había lo que conocemos hoy por jinetera. Por aquel entonces los barcos que más entraban al puerto de Guayabal (a 18 kilómetros de Amancio) eran, por supuesto, soviéticos, pero también venían griegos y, sobre todo, filipinos. Pareciera que, como estábamos tan acostumbrados a "los bolos", a tenerlos cerca, los que en realidad llamaban la atención a los pobladores del pueblo pesquero y de Amancio eran los filipinos. Eran, en su fisonomía, raros, muy raros. Medio chinos, medio indios, demasiado raros, demasiado contraste. Yo mismo, una vez en la playa, siendo un niño, me atreví a lanzarle unas palabritas en inglés a un filipino y éste me respondió con un inglés que reconozco ahora imperfecto. Ya era la época en que la profesora Graciela me castigaba en su casa y me empecé a interesar en el idioma del enemigo, más por aburrimiento que por otra cosa. Y ya entonces había mujeres que se dedicaban a brindarles sus favores a estos hombres, que eran extranjeros, aunque no venían específicamente a recibir favores de mujeres hermosas, venían porque eran marineros pero, por supuesto, les gustaban las hembras y, por supuesto, dejaban una en cada puerto. Puro cliché.

La prostitución es un fenómeno tan antiguo como la humanidad, pero aquello era realmente un suceso. A estas mujeres las llamaban filipinas, no importa si estaban con un ruso o un griego. Las recuerdo paseando por la calle de Guayabal, una de las más hermosas que haya visto jamás, extendiéndose a lo largo del mar con una sombra de pinos, eso antes de que los ciclones que pasaron recientemente devastaran la calle y casi todo el pueblo. Las recuerdo con shorts de mezclilla bien cortos y el pelo casi siempre teñido de rubio. Las recuerdo caminando por la avenida de Amancio, a la que siempre, estúpidamente, comparo con la calle 23. Las recuerdo, todavía las recuerdo.

Y todavía la de Guayabal, a pesar de los ciclones, debe ser una calle preciosa, y todavía la avenida de Amancio se me seguirá pareciendo a la calle 23, pero aquellas filipinas no tienen nada que ver con las jineteras de hoy. Las primeras, las antecesoras, eran incomprendidas, mal miradas. De hecho, cuando se decía "filipina" era en tono despectivo. Se entregaban a estos hombres no por dinero, recuérdese que entonces el dólar estaba penalizado y portarlo era un delito tan grave como matar una vaca. A cambio de sus servicios recibían jabones, perfumes, prendas de vestir y hasta manzanas. Algunas de estas cosas las traían ellos en los barcos. Otras las compraban en una tienda habilitada para ellos en el lugar. Las filipinas no iban por la calle con aire autoritario, con complejo de superioridad. Nadie se moría por saludarlas. Pero aquel era otro tiempo. Entonces mi madre era maestra, un personaje respetable en el barrio, y ninguna filipina podía pavonearse ante ella. En ese sentido las filipinas eran modestas, decentes. Nada que ver con sus sucesoras, las jineteras, que se sienten una clase privilegiada en medio de las penurias y necesidades que padece el pueblo cubano desde que se desplomara el campo socialista, que se saben agraciadas montadas en un Toyota o un Hyundai al lado de un extranjero que puede ser en su país un profesor o un simple taxista; las jineteras, en su inmensa mayoría y no quiero aquí pecar de absoluto, son vulgares e ignorantes y ostentan esa ignorancia como un arma, la enarbolan como una bandera.

En la secundaria hubo varias muchachitas (mayores que yo) que fueron filipinas y luego, con el tiempo, pasaron a ser jineteras. Es pura dialéctica. En la misma secundaria, durante las lecciones de Marxismo-leninismo, me enseñaron las diferencias entre el imperialismo y el capitalismo, que el primero constituía una etapa superior del segundo, y que por ello era un sistema más despiadado, más cruel. Algún día, cuando se estudie a fondo la prostitución en Cuba, habrá que escribir: "Las jineteras, fase superior de las filipinas".

Sentado en un banco de mármol junto a la avenida de Amancio, el pueblo que me vio crecer, seguía mirando pasar los autos de turismo. Son como diamantes en medio de una cochiquera, una nave espacial en una selva africana. Entonces, de pronto, Amancio se me antojó un mendigo que pide monedas y lleva en su muñeca un Patek Philippe de oro.

5 comentarios:

Eduardo Frias Etayo dijo...

Hermano creo confundir los nombres, me hablabas del Central Maceo?

Osmany Oduardo dijo...

jajaja, todos los centrales son la misma cosa, la misma historia, los mismos colores, los mismos personajes. lástima que hasta eso haya ido cambiando por allá. los centrales en nuestro tiempo tenían un colorido que es difícil describir ahora...

Eduardo Frias Etayo dijo...

Solavaya pueblo malo quien entra en ti no se salva, qué parte te habría tocado si el mundo tuviera nalgas?
Cito a David Alvarez

Anónimo dijo...

Ni Nengre felicitaciones!!!!!!!!!
Te pongo en mis enlaces
te quiero

Ivis dijo...

¡Feliz año nuevo, poeta!
¿Cómo te lleva el frío?
BTW, me gusta el tono de tu blog.
Un abrazo.