5 de agosto de 2010

La piel

Mi amigo, uno de los buenos, de los mejores, de los imprescindibles, se ha cortado las venas.

No una vez. Ni dos. Se ha rasgado la piel hasta el cansancio, como un niño rasga las paredes buscando alguna respuesta.

Mi amigo no quiere respuestas. Mi amigo tiene todas las respuestas posibles. Es un tipo afortunado. Ha amado y lo han amado. Ha tenido y tiene los mejores amigos posibles, los mejores padres posibles, la mejor hermana. Ha visto el mundo. Ha visto ciudades opulentas, hermosas. Ha vivido.

Pero, de vez en cuando, se rasga la piel, como queriendo escapar de sí mismo. Y en esos intentos olvida que alguna vez nos conocimos por un libro de pelota. Olvida que alguna vez, cuando la aceptación era un pecado, los tipos más ordinarios que en el mundo han sido lo aceptaron. Olvida que muchas veces desandamos las calles de La Habana a deshoras. Olvida que, en medio de aquella cochiquera, él era un diamante, y no ha dejado de serlo, y no dejará de serlo. Olvida que le regalé mis libros, mis mujeres, mi tiempo, todo el tiempo.

Mi amigo sabe que cada vez que el filo cortante del metal roza la piel (y la sangre se desprende como una manada de búfalos salvajes, si fuera mi caso, pero en el suyo salen mariposas revoloteando sin rumbo fijo, sin destino definido) a cada uno de nosotros se nos va un pedazo de vida, ilusiones, sueños, esperanzas.

Pero, en ese momento, no piensa en nosotros. Sólo se rasga la piel. Sólo trata de escapar de alguna cosa que ni yo mismo puedo explicar. Pero no hay explicación posible. No hay respuestas. Ni siquiera puedo pensar demasiado.

Sólo sé que mi amigo, uno de los buenos, de los mejores, de los imprescindibles, se ha cortado las venas.