1 de mayo de 2009

El samizdat (tropical)

Bajar por la calle Obispo era mi deporte favorito. De hecho, si alguien que me conoce lee esto dirá que era, prácticamente, el único deporte que practicaba. Y era una suerte de rito obligatorio que me exigía el hecho de trabajar, durante tantos años, en el Instituto Cubano del Libro que está ubicado en el Palacio del Segundo Cabo. Ahora pienso que después de trabajar durante seis años en ese espacio mágico (el Palacio digo), lo mejor que pude hacer fue abandonarlo, porque según vienen anunciado desde siempre, le otorgarán al Instituto otra sede en Obispo y Aguiar, una especie de búnker donde tristemente presencié, sólo unas semanas antes de venir para Canadá, cómo sacaban el cuerpo de un hombre que había muerto durante la noche. Malos presagios para la literatura cubana que tendrá su sede en ese espacio para que mí es, desde esa mañana, siniestro. Todavía el Palacio del Segundo Cabo tiene algo de magia que te atrae, que te hace llegar hasta allí al menos para sentarte en el patio y admirar la impresionante arquitectura colonial. Hermoso edificio que se está derrumbando poco a poco pero tiene todavía ese encanto y esa magia innegables.

Yo siempre bajaba por Obispo y me detenía en las galerías de mis amigos, donde sostenía tertulias entrañables con Álvaro Almaguer, Silvio (no Rodríguez), Julia Valdés, Ronaldo Encarnación. Desde allí, podía observar las peripecias de los cubanos para sobrevivir. Desde allí trataba de desentrañar la dinámica que se establece entre toda suerte de personajes que pululan calle arriba y calle abajo. En medio de ese sepia predominante en La Habana, el colorido era sorprendente: prostitutas, policías, artistas, profesionales, escolares, vendedores ambulantes (los que pregonan y los que susurran), perros (sarnosos y algunos de pedigrí), locos y limosneros (sarnosos y de pedigrí). Todo lo que veía en la calle Obispo, que era un hormigue(r)o constante, me llamaba la atención y, casi un voyeur,  lo observaba todo, con cautela, porque igual podían confundirme con un agente encubierto y ninguna explicación de posibles temas literarios me salvaba de un problema con la mafia marginal de La Habana Vieja. Y una de las cosas que más me llamaba la atención de esa vetusta arteria (me gusta eso de arteria porque por una arteria circula sangre, como en la calle Obispo) es la forma en que se mueve la información de una punta a la otra. Desde que empiezas a bajar frente al Floridita y te vas adentrando en eso que pretende ser un bulevar te puedes enterar de los últimos acontecimientos que conciernen a los cubanos de a pie: el último artista o pelotero que desertó, qué televisora o equipo lo contrató, cuánto le pagan, y eso bien lo puedes escuchar o puedes ver cómo de puerta en puerta se pasan correos electrónicos y páginas de internet impresas, discos compactos o memorias flash.

En Cuba es muy común el tráfico de películas, series y telenovelas. Quien no tiene una “antena” o una conexión de antena (por el módico valor de 10 CUC al mes), tiene un aparato reproductor de DVD y una persona que le suministra (por el módico valor de 5 pesos cubanos) toda clase de materiales que pueden ir desde series como CSI, Dexter, Los Tudor, o una telenovela donde trabaja César Évora, o un compendio de los noticieros de Univisión, o el último juego de los Medias Blancas de Chicago donde Alexey Ramírez hizo un Grand Slam o la pelea en la que Yuriorkis Gamboa se alzó con su primer título mundial profesional, y hasta un programa en el que un ex agente de la seguridad revela secretos del mismísimo Comandante en Jefe. Ese personaje que suministra esos materiales va por la calle con su mochilita al hombro, casi un ciudadano común, y entra a la casa como si fuera un familiar o un amigo cercano y anuncia los highlights. Sé de algunos que hasta usan plumas de tinta invisible para cuando los atrapen no les encuentren pruebas.

En la calle Obispo, yo veía que la gente, de una puerta a la otra, se hacía señas furtivas y se pasaba estos materiales. En esa calle vi incluso a la gente intercambiar libros de autores que no se publican en Cuba: Cabrera Infante, Zoe Valdés, Jesús Díaz, Norberto Fuentes, películas y documentales sobre Cuba que no se exhiben en la televisión ni la red de cines. Como a los niños, a los cubanos lo prohibido nos sabe dulce y cualquier cosa que venga con el marbete de lo proscripto genera la inmediata tentación. Tengo un amigo que vivía, antes de salir de Cuba, en un edificio que, apartamento por apartamento, estaba conectado a la antena de uno que vivía a tres o cuatro edificios del suyo. Me contó que a la hora de instalar el cable surgió la duda con los vecinos de un apartamento porque eran “integrados” y no tenían un centavo para pagar la antena, además de que cabía la posibilidad de la delación. Y la solución fue que cada casa pagaría un dólar adicional para sufragar los gastos de conexión de los vecinos “dudosos” y estos la recibieron con felicidad. También escuché la historia de un viejito que se cayó de un tercer piso y falleció tratando que arrancar los cables ante la noticia de que la policía se acercaba a su cuadra para hacer una redada. La televisión cubana, ahora con cinco canales, exhibe la mayoría de las (a veces criticadas por los mismos medios nacionales) series norteamericanas, pero la gente sigue alquilando otras series y otros materiales informativos. Y se siguen imprimiendo correos electrónicos y páginas de internet con temas polémicos sobre la Isla, y se sigue escuchando la música y se siguen viendo los shows televisivos, las películas, las telenovelas, los juegos y las peleas de los que desertaron. Los cubanos tienen sed de información, sobre todo cuando tiene que ver con los suyos.

Cuando todavía la Unión Soviética se erguía como el centro del socialismo internacional, a esta práctica de publicar textos prohibidos y su distribución se le llamó “samizdat”. Una de las novelas publicada por esta vía fue El maestro y Margarita, cuya copia, publicada en Cuba (no sé si por error) por la Editorial Arte y Literatura, tuve el placer de vender en Las Tunas y una copia parecida se anda comerciando en eBay por nada menos que 60 dólares. En aquella época se utilizaba la reproducción mediante papel carbón, aquellas viejas máquinas de esténcil con las que todavía en el Pedagógico se imprimían los exámenes. La política del Estado Soviético para combatir cualquier intento disociador en materia ideológica era el famoso “glasnost”, o sea, la transparencia informativa, que no era más que el control de editoriales, periódicos y revistas por parte del gobierno. Lo mismo que en Cuba. Y esto que sucede en la Isla es una suerte de “samizdat” (por supuesto con el auxilio de novedosas tecnologías) imposible de controlar hasta el momento. Me consta que el gobierno ha tratado de desactivar esas redes clandestinas pero ha resultado imposible; por cada red que desactivan surgen diez más, aunque tengo que aclarar que en muchos casos, casi la mayoría, estas redes están sustentadas más por problemas económicos, como un modo de subsistencia, y no como un mero ejercicio de disidencia.