22 de marzo de 2009

Los sueños

De vez en cuando tengo sueños retorcidos. Uno de los más escalofriantes fue hace unas semanas. Soñé que en mi pierna izquierda llevaba enredado un majá. El sueño transcurría en Cuba. La cola comenzaba en la parte superior del muslo y la cabeza estaba ya muy cerca del pie. Sentía como que me apretaba, una sensación casi de inmovilidad. Salí a preguntarle a la gente cómo podía quitarme esa cosa de la pierna y, para sorpresa mía, la respuesta que recibía era la misma: “no sé, nunca me he podido quitar el mío”. Cada vez que me bajaba el pantalón y lo miraba, el majá me miraba de vuelta casi amenazante. Entonces desperté. Sentí una alegría inmensa porque la verdad es que el sueño era asfixiante. Bajé y di una vuelta por la casa, todavía pensando en lo que había soñado. Subí y me volví a acostar. Increíblemente retomé el sueño donde lo había dejado. Como si simplemente le hubiera puesto pausa. Alguien me llamó por teléfono para decirme que ya podía quitarme el majá de la pierna. Pero este me seguía mirando y temía que al intentarlo me fuera a morder o me apretara más. Seguí preguntando y recibiendo la misma respuesta. Me volví a despertar, creo que fue a fuerza de desearlo tanto. Bajé y esta vez hice café. Eran casi las seis de la mañana. Tomé café y, seguro de que no me dormiría más, me acosté y me puse a mirar las noticias. Me quedé dormido una vez más y de nuevo retomé el sueño donde lo había dejado. Aquello seguía enredado en mi pierna. Recibí otra llamada. Enviarían a alguien “calificado” (esa es la palabra, puedo recordarla) a remover el majá de mi pierna. Al final llegó esa persona y no sé cómo desenredó el reptil y lo metió en una caja. Sentí un alivio tremendo, aunque al mirar la pierna sentí náuseas. Me había quedado toda la marca y además se veía una gama de colores que iban desde al verde amarillo al morado púrpura. El hombre guardó todas sus cosas y me dijo: lo llamaremos cuando haya que ponérselo de nuevo. Y desperté una vez más.

No quiero ponerme a darle una interpretación coherente a mi sueño. No me interesa. Cuando se lo conté a algunos amigos enseguida trataron de buscar alguna relación con el trauma de haber vivido en Cuba. Pero es que mis sueños de Cuba no son tan metafóricos. Antes de ese sueño había tenido otro en el que yo iba a la Isla y al regresar no me dejaban salir en el aeropuerto. Y hace sólo una semana Yanelys, la mujer de mi amigo Osvaldito, me contó que había soñado que al ir a Cuba la pusieron a trabajar en la agricultura, como en un huerto o algo así y la gente del barrio, especialmente las viejas chismosas (o chivatas como dice ella), la del CDR y toda clase de envidiosos, pasaban por allí a burlarse y reírse de ella. Despertó asustada. Y así, muchos amigos me han contado sueños raros pero esos que tienen que ver con Cuba me llaman la atención, porque es como si, sicológicamente, no importa si estamos a miles de kilómetros de la Isla, ésta nos persiguiera como un fantasma. Yo no sueño todas las noches con Cuba, pero en mis sueños siempre hay gente de Cuba. En los días del Clásico llegué a soñar que Cuba perdía. Cada vez que me acostaba y al día siguiente habría un juego de Cuba, yo soñaba que el equipo perdía o que alguien me decía que el equipo había perdido. Al final perdió, pero de esa derrota podría hablar en otro artículo. Lo que me preocupa es que sigo teniendo sueños retorcidos y, cuando los cuento a mis amigos, ellos me cuentan otros sueños que podrían no ser tan morbosamente metafóricos como el del majá pero siguen siendo retorcidos. Y los sueños que me cuentan tienen que ver con Cuba, con la bendita circunstancia de haber nacido y vivido en Cuba durante tantos años, con el dolor, el sufrimiento, las alegrías, la gente, los olores y hedores, todo eso sale a flote en los sueños de los que vivimos fuera de la Isla. O al menos en los míos. O al menos en los sueños de la gente que me rodea.

4 de marzo de 2009

La traición

"Muchas veces en la vida, me han llamado traidor. La primera fue a los doce años y tres meses, cuando vivía en un barrio a las afueras de Jerusalén. Fue durante las vacaciones de verano, faltaba menos de un año para que el gobierno británico se retirase del país y naciera, en medio de la guerra, el Estado de Israel.

Una mañana vimos en la pared de nuestra casa, debajo de la ventana de la cocina, escritas con unas letras gruesas y negras, unas palabras que decían: ¡Profi, boged sahfel! [Profi, vil traidor].

El término vil despertó en mí una inquietud que hasta hoy, mientras estoy sentado escribiendo esta historia, me sigue interesando: ¿puede haber un traidor que no sea vil? De no ser así ¿por qué se molestaría Chita Reznik (reconocí su letra) en añadir la palabra vil? Así que, entonces, ¿en qué casos la traición no es vil?"

Así comienza la novela Una pantera en el sótano, del escritor judío, Premio Nóbel de Literatura, Amos Oz. En ella el tema principal pretende ser la traición, o al menos la novela trata de girar acerca del tema de la traición, pero en realidad el argumento tiene que ver con la tolerancia. Cuenta la historia de un joven judío de la Israel bajo la ocupación británica que entabla una amistad con un soldado del país invasor. Esta amistad surge luego de que Profi es detenido por el teniente Dunlop después del toque de queda y éste lo entrega a su familia sin mayores repercusiones. Ellos llegan, durante el trayecto, a un acuerdo tácito: el judío le enseñará hebreo al soldado y éste a su vez le enseñará inglés al adolescente. El jovencito pertenece a una suerte de organización de la resistencia con dos de sus mejores amigos de la niñez y, al creer que los traiciona, decide contarles que se está infiltrando en las filas del enemigo. Sus amigos cuestionan esta relación, y él mismo empieza a cuestionarse si no es un traidor.

Leí esta novela con una doble satisfacción. Primero porque está escrita con maestría y a la vez con sencillez, y cada vez que terminaba de leer un capítulo me decía: vaya que sí merece un Nóbel este tipo. Segundo porque estuve todo el tiempo reflexionando acerca de la traición y sus implicaciones en Cuba. O al menos qué se entiende por traición en nuestro país, y llegué a la conclusión, otra vez, de que como siempre, estamos ante un trastorno de conceptos. Preferiría limitarme a cómo se comporta este fenómeno en el mundo intelectual y si pudiera me circunscribiría al de la literatura porque para hablar de traición en Cuba habría que comenzar a analizar el “caso Ochoa”, o incluso más atrás, y ya ahí hay demasiada tela por donde cortar. Voy a contar de lo que veo y de lo que sé y, más allá de la traición, quiero hablar de la intolerancia y la arbitrariedad a la hora de manejar quién traiciona y quién no, porque sí sabemos LO que se traiciona.

“Epur si mouve”, susurró Galileo Galilei frente a la Inquisición después de admitir que la tierra no era redonda. Se había convertido en un hereje. Y qué cosa no es un hereje sino un traidor. Siglos después esta historia se repetiría en nuestra Isla cuando Heberto Padilla tuvo que arrepentirse y autocriticarse por el único delito de haber escrito un libro que, al paso de los años, ha demostrado ser un texto inocente dentro de la poesía cubana en la Revolución. Pero en aquel momento era peligroso que alguien escribiera, dijera, pensara cosas así. Y era más peligroso si además el libro era bien acogido por el jurado de uno de los más prestigiosos concursos del país (UNEAC). Y ya se convertía en asunto de Estado si era premiado y había que publicarlo. Padilla había sido encarcelado por escribir un libro y con eso se les daba un ejemplo a los intelectuales cubanos de cuál sería el destino de la creación artístico-literaria de la nación “naciente”.

En el año 1999, con la idea de esbozar una antología de poesía con el tema del árbol, cosa que deseché antes de llegar a juntar la primera parte, andaba yo hurgando en los anaqueles de la Biblioteca Provincial José Martí, en Las Tunas, y encontré, para sorpresa mía, tres ejemplares de Fuera de juego, el poemario en cuestión. En la página de créditos, un cuño verde-azul: CLAUSURADO. Era la palabra que menos esperaba. CENSURADO hubiera estado mejor porque quién puede clausurar un libro. Los tres ejemplares estaban nuevos, como salidos de imprenta, sólo con ese color amarillento por la humedad y el polvo, pero vírgenes de lectores. Le pedí a un amigo (por supuesto a uno al que no le interesaba la literatura) que los robara por mí. Y los tuve guardados hasta que un día los vendí junto con una edición barata de Cecilia Valdés. Después me arrepentí, pero en aquel entonces el dinero me vino de maravillas y nunca he sido ese que acapara libros.

La primera vez que leí ese libro ni siquiera lo disfruté demasiado pensando más en lo que lo había convertido en objeto de culto. Padilla había traicionado los ideales de la Patria. Y desde entonces me preocupó el tema de la traición. En Las Tunas miraba al Guille (Guillermo Vidal, mi maestro) y no entendía porque lo habían expulsado del Pedagógico, porqué las autoridades culturales y no culturales de la provincia lo miraban de reojo como un ente peligroso. El Guille también era un traidor. A pesar de que nunca se quiso ir de Las Tunas y murió allí fue, a los ojos de la oficialidad, un traidor.

Pero, ¿cómo sabemos que un escritor es un traidor? Por los años setenta, específicamente 1971 cuando se celebró el Congreso de Educación y Cultura, existía la “parametración” mediante la cual las autoridades culturales (y no) establecían qué escritores y artistas pasaban por el filtro en dependencia de la cantidad de impurezas que ostentaba (preferencias sexuales, religiosas, posición política y hasta relaciones con extranjeros o familiares viviendo fuera de la Isla). Por eso el año pasado se alzaron las voces de cientos de escritores y artistas en Cuba y el extranjero cuando aparecieron en la televisión nacional dos de los personajes más siniestros de esa época: Papito Serguera (que acaba de fallecer) y Luis Pavón. Pareciera que los parametrados de la época y aquellos que sienten que pueden ser parametrados en estos tiempos se asustaron cuando vieron renacer en la pantalla a estos dos señores. Después de toda la gritería electrónica, no pasó nada. Sin embargo, las preguntas todavía dan vueltas en el enrarecido aire nacional: ¿existirá todavía un sistema de parametración en Cuba? ¿Quién está limpio de pecados según el credo revolucionario? ¿Cómo sabemos ahora quién es un traidor o quién no lo es?

Y no sé por qué hablo de escritores, cuando en realidad debía referirme a toda clase de profesiones que tienen vedada la entrada a la Isla simplemente porque el concepto de traición en Cuba responde a mecanismos ajenos a la cordura. El caso que más se mueve en Cuba no es el de los escritores. Pecaría yo si pensara que es así. La invisibilidad en la que siempre hemos estado refugiados los escritores nos ha librado un poco del rechazo mediático que impulsan las autoridades. Los más desfavorecidos han sido los deportistas, los médicos y los actores, pero sobre todo los primeros. En cuanto un deportista se va del país, y en cuanto ya se sabe que se sabe, aparece una nota en la televisión señalando que el deportista tal desertó, dejándose engañar por los cantos de sirena y blablabla. Después los músicos y bailarines y actores y un etcétera larguísimo. Y hasta los políticos, que después de haber “servido” ciegamente, los destituyen ante la más mínima duda, ante el más leve asomo de traición. En ese, como en todos los casos, traición es contradecir o ir contra los designios de los gobernantes. La lista acaba de alargarse hace sólo un par de días. Roma paga a los traidores, pero los desprecia. Después de haber servido tantos años ahora se les trata de indignos y ambiciosos. Nadie sabe a ciencia cierta qué habrán hecho todos esos ministros para ser destituidos de la noche a la mañana. Puede que hayan ido en contra de los principios revolucionarios que nos inculcaron desde niños y que nadie cumple porque para eso habría que ser perfecto. “Pioneros por el comunismo. ¡Seremos como el Che!” es una consigna casi suicida que todavía, un mes antes de venir, tuve que escuchar de boca de mi ahijada el día que le (im)pusieron la pañoleta.

En Cuba te puedes equivocar, pero no puedes rectificar. Los boxeadores Yuriolkis Gamboa, Erislandi Lara y Guillermo Rigondeaux, en un gesto casi infantil, se arrepintieron cuando estuvieron a punto de desertar en Brasil y regresaron a la Patria. Sabían que se les impondría un castigo, pero ellos, repito, infantilmente, pensaron que los dejarían seguir peleando pero no fue así. Así, uno a uno, se escaparon cuando se dieron cuenta de que el perdón no les llegaría. Todavía Rigondeaux esperó un poco más, y ni su aval como el mejor boxeador amateur del mundo fue suficiente.

Yo veo que Beckham juega en el equipo que se le ocurre y en su país ni el Primer Ministro ni la Reina lo consideran un traidor. Ni en España a Pau Gasol; ni a los peloteros venezolanos o los dominicanos o los puertorriqueños en sus respectivos países. Y veo, cuando camino por las calles de Brampton y Toronto, a cientos de inmigrantes y me pregunto si a ellos se les considera traidores en sus respectivos países. Yo mismo, meses antes de venir a Canadá, a pesar de que salía de Cuba por una de las vías más legales que hay, me cuestionaba si estaba traicionando algo. Y el verbo “traicionar”, como quiera que se le conjugue, es fuerte, es terrible, es doloroso, es vil.

Dice Amos Oz en Contra el fanatismo, un libro que recoge tres conferencias acerca de este tema, que el traidor “es quien cambia a ojos de aquellos que odian cambiar y no pueden concebir el cambio, a pesar de que siempre quieran cambiarle a uno. En otras palabras, traidor, a ojos del fanático, es cualquiera que cambia (…) No convertirse en fanático significa ser, hasta cierto punto y de alguna forma, un traidor a ojos del fanático”.

Me basta.